Los Caminos en Argentina Colonial:Los Viajes en Carretas con Bueyes

Los Caminos en la Argentina Colonial: Viajes en Carretas Tiradas por Bueyes

"La carreta fue, durante tres siglos, el más importante medio de transporte de personas y mercancías en gran parte de nuestro territorio.

En torno a ella giró un sector a la vez dinámico y dinamizador de la economía.

La carreta fue mucho más: ciudad móvil fortaleza, tesoro nacional, carro fúnebre, imprenta, burdel, correo y transbordador.

Con la llegada del ferrocarril y el alambrado, las pesadas carretas comienzan su marcha hacia el ocaso.

La introducción del camión y la camioneta terminará por quitarla de los caminos y borrarla del paisaje."

Con justa razón se comparó a los conductores de carretas con los navegantes.

Se asemejaban a éstos no sólo como capitanes de sus navíos terrestres, sino también por conducir verdaderas escuadras de decenas de carretas que surcaban nuestros horizontes.

Los Caminos en la Argentina Colonial: Viajes en Carretas

Pablo Rojas Paz, nos recuerda Carlos Antonio Moncaut, acuñó una de las más hermosas imágenes evocadora de estos viajes.

«Era tierra más para ser navegada que transitada, para ser vivida y no viajada», escribe Rojas Paz y añade: «Las carretas hacían por eso el crucero en convoy formando tropas, con un cañoncito que se alistaba en cualquier emergencia.

Hacer caminos hubiera sido escribir en el agua.

Había que usar, pues, una técnica náutica, guiarse por las estrellas.

El camino trazado en la tierra hubiera sido borrado por los vientos, el agua y la sequía; había que grabarlo en la mente, llevarlos en secreto.

Y así el hombre marchó por rumbos invisibles.

Y cuando el gaucho conquistó el fiel del rumbo, los caminos se alzaron desde la huella humilde por donde el hombre marchaba mirando más el cielo que a la tierra».

Ese mar estaba preñado de peligros.

El prolongado aislamiento entre las cabeceras del viaje, las inseguridades, los accidentes del terreno, la técnica adecuada de conducción en las travesías, generaban un microcosmos con códigos y normas de comportamiento respetados por la heterogénea y forzosa compañía.

Se trataba de una modalidad sui generis, diferente a la que se observaba en la vida urbana.

En aquella se imponía la autoridad y la disciplina de los «navegantes» expertos y conocedores de la geografía, el tiempo, los accidentes y los horarios adecuados para la marcha, el descanso, el canto y el baile.

De esta peculiar forma de vida nómade existe una abundante iconografía.

Los carreteros, junto a los domadores, troperos y tronzadores de cuero, pertenecían no sólo a uno de los más antiguos y mejor retribuidos oficios de nuestra pampa, sino que conformaban uno de los escasos grupos donde se podían encontrar diferencias por sus especializaciones.

Los ingresos de este grupo solían ser un 50 por ciento mayores que el resto.

Según José Barcia, a los carreteros se los conocía con el nombre de «gobernadores de carros», lo que acusa la importancia y el reconocimiento que en la época se concedía a su función.

Narra Sarmiento que la autoridad del jefe de la tropa de carretas era absoluta: imponía la ley a garrote o a cuchillo.

Llegaba a torturar y hasta ejecutar a los «díscolos» y a los remisos a su autoridad.

En la carreta delantera, sede del capitán de estas verdaderas escuadras terrestres, se instalaba un cañoncito. como ya vimos que recordaba Rojas Paz.

La mayoría de los propietarios de las carretas eran de origen vasco.

Los peones y picadores eran gauchos porteños o criollos de provincias.

Los propietarios de carretas actuaban también como comisionistas o acopladores en combinación con los comerciantes de Buenos Aires.

Algunos de estos empresarios carreteros solían adquirir parte de sus mercancías a los productores.

La modalidad era adelantarles en pago el 50 por ciento de su valor.

Este anticipo muchas veces se convertía en único pago, pues la lentitud de las comunicaciones, la escasez de noticias y el hecho de que muchos productores no sabían leer ni escribir, favorecían estas maniobras que permitieron el enriquecimiento de muchos de estos propietarios de flotas de carretas.

Para Ramón J. Cercano, el gremio estaba dividido en tres grupos principales. En primer lugar, los llamados «hombres distinguidos» de Cuyo o el interior.

Reservaban una o dos carretas para transportar los «efectos europeos» destinados a cubrir sus propias necesidades, alquilando el resto de los vehículos de la tropa.

En segundo término, gente de menores recursos... quienes lograban acumular un pequeño capital propio que arriesgaban íntegramente en cada operación de viaje de una flota de carretas.

Por último, los fletadores eran un grupo constituido por gente sin recursos que cobraban los fletes por anticipado, lo que generaba continuos pleitos y embargos por falta de cumplimiento.

Los tripulantes de estas carretas formaban una virtual casta, y estaban más allá déla ley de julio de 1823 que regulaba las contrataciones de mano de obra y establecía la obligatoriedad de llevar «la papeleta de conchabo».

Los integrantes de aquellos convoyes podían desplazarse sin necesidad de solicitar permisos especiales a cada juez de paz de cada sitio del trayecto.

Así evitaban ser enganchados «voluntariamente» como soldados para ir a la frontera.

Los carreteros concentraban sus tropas en sitios escogidos en las orillas de cada pueblo o ciudad en donde acampaban, reparaban sus vehículos, mantenían sus animales, efectuaban las tareas de carga y descarga de bultos y hacían por poco tiempo una vida sedentaria y menos penosa que la de las travesías.

En Buenos Aires eran famosos el hueco de plaza Lorea, y las plazas de Once.

Constitución, la Concepción y los bajos de Retiro, sitios en los que después se levantaron algunas de las estaciones ferroviarias.

Eran aquellos sitios rumorosos, coloridos.

El descanso abría la conversación, estimulaba el apetito de la charla y daba rienda suelta a la «parlanchina bullanguera».

Esa pequeña ciudad satélite y móvil daba animación al poblado sedentario, lo alimentaba de mercancías, novedades y noticias.

Se los distinguía a lo lejos por el humo de sus fogatas, las idas y venidas y las guitarras que se templaban al anochecer.

Ese paisaje comenzó a desvanecerse por el avance del tren y desapareció empujado por las estaciones ferroviarias, esos templos del progreso que transformaron el paisaje urbano y rural.

Muchas de estas estaciones se emplazan en sitios más distantes de las plazas principales.

Hacia allí se transfiere el movimiento de pasajeros y cargas y, durante un tiempo más, también las carretas ahora transportadas sobre vagones.

Con la incorporación del ferrocarril comienza a languidecer esta actividad como negocio y, a partir de 1870, tiende a desaparecer como consecuencia del predominio de ese nuevo medio de transporte.

De la magnitud de ese movimiento de carretas da cuenta una estadística de 1863, que registra el ingreso de 18.908 vehículos a Buenos Aires.

Durante el período de transición de la era de la carreta a la del ferrocarril coexistieron ambas modalidades.

Funcionó entonces un sistema mixto: las cargas se trasladaban en carretas hasta los puntos de concentración.

Chascomús fue uno de esos centros de trasbordo.

De allí se cargaban las carretas sobre las chatas, con lo que se disponía de una especie de primitivos contenedores.

Tan importante era el movimiento de carretas que la partida de cada una de las tropas se anunciaba en los periódicos.

Federico Oberti menciona uno de los tantos avisos: «Salida terrestre. Tropa de carretas de Don Benito Pucheta con destino a Córdoba.

Despachada por el Consignatario Manuel Molina saldrá el 26-3-1838 con efectos de ultramar yerba-azúcar-ferretería-aceites-cristales».

Esta importancia de la carreta para la economía del país se reflejó en los billetes de banco de 1869, que reproducen la clásica tropa.

A medida que se incorporan los adelantos técnicos al país alambrados, molinos, ferrocarril y otras explotaciones y afluye la inmigración, la carreta, y el mundo que giraba en torno a ella, entra en crisis.

Esto afecta a los empresarios y, en mayor medida, a los amansadores de bueyes, a los picadores, carpinteros, pulperos, boyeros, peones y demás personajes que integraban ese particular universo.

La desaparición, comenzada en la provincia de Buenos Aires, se fue propagando a todo el país.

Esta situación contribuyó seguramente a acrecentar los sentimientos de rechazo del criollo hacia el «gringo», en quienes algunos percibían los causantes de su marginación y de la desocupación provocada en ese sector.

Contrariamente a lo que se cree, la mujer siempre formó parte de las caravanas, con lo cual queda desvirtuado el enfoque machista de esta actividad.

Tanto los relatos de viajeros como la numerosa iconografía existente reflejan la presencia permanente y natural de la mujer en esos convoyes: desde la partida, los altos en el camino hasta la llegada, participa siempre como constante acompañante del gaucho, tropero y trashumante, negando así la imagen de estar aferrado a un lugar.

Hilario Ascasubi nació debajo de una carreta en Fraile Muerto en 1807.

Se sabe que las comodidades de una carreta eran superiores a las de las viviendas de la época.

Después de las invasiones inglesas, el general Beresford y sus subordinados prisioneros en la villa de Lujan pidieron vivir en carretas, dado que los alojamientos eran sucios, húmedos y llenos de insectos.

Esto no debe sorprender, pues de los relatos de la época se desprende que los hacendados de las cercanías de los caminos reales, alejados de la «civilización blanca», vivían en condiciones rigurosas y precarias, privados de las comodidades más elementales.

En las viviendas faltaba casi todo, a veces hasta puertas y ventanas.

El moblaje se reducía a menudo a un barril de agua, un cuerno para beber, asador de palo, ollas de fierro y algún banquillo.

Pese a la abundancia de lana, camas y manteles eran desconocidos.

El atuendo de propietarios y peones era similar y sólo difería en la calidad de las prendas, lo que permitía reconocerlos.

El paso de alguna caravana por uno de estos sitios provocaba el interés de los pobladores, quienes veían alterada así la monotonía de sus vidas cotidianas.

ompañaba a la flota de carretas los gritos de los peones, el chirrido de las ruedas y una cantidad de animales domésticos: perros, gatos, aves y hasta gallos de riña eran infaltables compañeros de viaje.

Los carreteros debían mirar el cielo y descubrir las amenazas de lluvias que traían aparejados los riesgos de naufragios en los ríos crecidos y furiosos.

A menudo, el pasaje de ríos o pantanos obligaba a la descarga sorteando el obstáculo por separado, ya sea en canoas o en pelotas, luego de lo cual se procedía a acomodar pasajeros y bultos en la otra orilla. Hacia el norte se prefería el invierno, la estación seca.

El trayecto de Buenos Aires a Salta se recorría en seis meses, con lo cual, si las condiciones del tiempo eran buenas, una tropa de carretas sólo podía hacer en el año un solo viaje de ida y vuelta.

Según recuerdos del doctor Justo José Miranda de Villaguay, Entre Ríos, el viaje entre Concordia y Villaguay en las famosas «carretas de Michelana» duraba 15 días. Ni lluvias ni tormentas, ni crecientes las atajaban.

Tenían altas ruedas enllantadas, techos de zinc, doble forro de pinotea y hojalata en techo, piso y paredes; cabía un hombre parado dentro de ellas; el pértigo era de pinotea y de un grosor de 3 por 8 pulgadas; todas eran nuevas y de lapacho.

Para soliviarles el peso a los bueyes, en las culatas se ponían piedras».

En una carreta viajaba la familia y, en la otra, la carga.

Cuando dos caravanas se cruzaban en el camino se acostumbraba a hacer un alto, se intercalaba una pausa para dar lugar a la fiesta con guitarreada, baile, asado y juego de naipes.

A medida que la carreta avanza, va pagando impuestos en cada provincia.

Los gastos fijos más los impuestos insumen la mitad del costo. Referente a las tasas pagadas, podemos mencionar el testimonio de las quejas de los cuyanos.

Debían pagar sobre la totalidad de las botijas, sin considerar que muchas de éstas se rompían en el viaje por el traqueteo y otras transformaban el vino en vinagre debido a los calores que debían soportarse durante la travesía.

Este pleito fue finalmente zanjado con la Real Cédula de 1760 donde el impuesto se redujo sensiblemente, por un periodo de los seis años siguientes, pasando de 12 a 4 reales.

El costo de los fletes por cada carreta a Salta y Jujuy, 180 pesos; a Mendoza, 110 pesos.

El carretero se asimiló a esta vida naturalmente, y soportó hambre, sed, privaciones, riesgos y agresiones con parecido espíritu de los conquistadores españoles que abrieron muchas de las sendas para esas travesías.

En sus crónicas de la Conquista del Desierto (1879), Remigio Lupo advierte el proceso de sustitución en el sur del país de las viejas y pesadas carretas por carros tirados por muías y el apoyo que en esas operaciones prestaba el ferrocarril.

Ya durante la Guerra del Paraguay, la carreta tuvo un importante papel auxiliar en la logística de los ejércitos aliados entre 1865 y 1866.

Los cuadros de Cándido López y el diario «Cabichui» de las trincheras paraguayas revelan la importancia de este vehículo en esas acciones militares.

Existen testimonios que años antes, entre 1837 y 1842, en el sur del Brasil, durante la llamada Guerra de los Farrapos, a la carreta le cupo un rol tan importante que el extremo sur brasileño era conocido como la «República de las carretas».

Los carreteros tienen su propio santo patrono: Sebastián de Aparicio, a quien la Iglesia beatificó en 1798.

Nacido en Galicia en 1502, se embarcó con destino a México en 1531.

Allí se especializó en la fabricación de carretas que hacían transportes de mercancías de Veracruz a Puebla.

Tal era su habilidad que despertaba admiración en el pueblo. Tal admiración creció cuando Aparicio añadió a esa condición la de construir los primeros caminos por los cuales circulaban sus carretas.

Llevó una vida de trabajo duro, pues se ocupaba además de tareas agrícolas. A los setenta años ingresó como lego en la Orden de San Francisco, pese a «no saber escribir ni firmar».

Sin dejar el convento, retomó allí sus tareas artesanales donde, y a pesar de ser conocido de allí en más como «él fraile loco», comenzó a rodearlo un halo de admiración por sus virtudes y habilidades.

Las envidias lo desplazaron del convento al que retornó pues, más allá de no saber ni escribir, se le comenzó a reconocer como sostén económico de la orden.

Finalmente, cuando sus milagros se propagaban por toda la región de Puebla, anunció su muerte, la que sobrevino el 20 de febrero del año 1600. cuando tenía 98 años.

La Iglesia de San Francisco de Puebla guarda sus restos.

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