Los Castillos Medievales :Caracteristicas, Historia y Funcion

Los Castillos Medievales: Características, Historia y Función Defensiva

Durante las invasiones del siglo IX, los señores hicieron recintos fortificados para defenderse de los piratas.

Se elegía una roca escarpada, o bien, en los países llanos, se alzaba un enorme montón de tierra llamado mota.

En lo alto se ponía la vivienda del señor llamado donjon, torreón, o torre del homenaje ( dominium, morada del dueño).

No fue al principio más que una gruesa torre de madera.

Para impedir que el enemigo le prendiera fuego, se cubría con pieles de animales recién degollados.

No se podía llegar a ella sino por una tabla movible e inclinada que servía de puente.

Al pie de la colina artificial se alzaban otras construcciones de madera, las cuadras, las cocinas, los alojamientos de los criados.

En los lados que no estaban protegidos por un escarpe, se abría un foso ancho y profundo.

La tierra sacada del foso, echada al interior, formaba una muralla encima de la cual se colocaban maderos fuertemente unidos, de modo que formaban una empalizada.

• ORIGENES DE LOS CASTILLOS:

Hasta el siglo IX los nuevos centros de población no creían en la utilidad de las ciudades fortificadas.

Los vikingos que sitiaron París en el 886-888 encontraron cortado el paso por las murallas.

Más o menos en la misma época, Alfredo de Inglaterra ideó un procedimiento para cerrar las ciudades con murallas, que debían ser vigiladas por fuerzas de la propia localidad.

Para levantar y defender fortificaciones de este tipo era preciso que las autoridades públicas obligasen a algunos habitantes a pagar, construir y encargarse de guarnecer dichas murallas.

Si el ejercicio de la autoridad pública recaía en manos que no fueran las de los reyes, cosa que ocurrió sobre todo en Francia durante el siglo X, estos personajes tenían poderes, y a menudo razones, para levantar estas fortificaciones por su propia cuenta.

castillo medieval

Los castillos como lugares fortificados y ocupados permanentemente eran de piedra, material que desde el principio exigió la participación de albañiles especializados y exigió tiempo para su construcción.

Para construir rápidamente una obra defensiva bastaba con unos montículos de tierra provistos de una robusta empalizada de madera en la parte superior con la cual poder resguardar un pequeño destacamento de soldados.

Es probable que las fuerzas invasoras llevaran consigo obreros especializados capaces de proceder de improviso a construir fortificaciones de este tipo, pero es probable también que se contratara localmente a los trabajadores encargados de hacer esos montículos de tierra.

Habría sido imposible levantar un castillo, por pequeño que fuera, sin que el señor que debía ocuparlo no gozara de grandes poderes, incluso temporales, sobre una zona local o sobre un contingente de soldados.

Los castillos, una vez construidos, debían ser confiados a sus castellanos, que muy pronto descubrían que aquella fortificación podía convertirse en la base de una acción política independiente.

El castillo, siempre que estuviera adecuadamente dotado de agua y almacenes, pasaba a proporcionar a algunos señores locales, a veces absolutamente insignificantes, suficiente poder para mantener una independencia efectiva.

Reyes provistos de grandes recursos militares y de una cierta visión política, como Enrique II de Inglaterra, parece que tuvieron la habilidad de influir en los castellanos que amenazaban su seguridad consiguiendo que desmantelasen los castillos sobrantes y buscasen castellanos leales para los restantes, pero los gobernantes de este tipo no abundaban y fueron muchos los castillos que subsistieron y se convirtieron en centros de estados autónomos.

La función básica del castillo era siempre defensiva.

Se elegía el emplazamiento primordialmente por las ventajas que ofrecía el lugar como defensa: una lengua de tierra accesible únicamente a través de un camino, terraplenes empinados, incluso un peñasco rocoso.

El castillo estaba defendido por un foso, que se llenaba de agua cuando era posible. (Delante del foso se levantaba a veces una pequeña fortaleza, la barbacana).

Detrás del foso se levantaba fuerte empalizada de madera. Detrás de la empalizada venía el muro exterior, la cortina, muralla de piedra muy gruesa y alta (comúnmente tenía más de seis metros) guarnecida de torres más altas y que sobresalían de la Inea del muro.

Todo alrededor de la muralla, en lo alto, los sitiados podían circular por el camino de ronda, cubiertos por un alto parapeto que dejaba espacios vacíos, las almenas, por las cuales podían lanzar proyectiles contra los sitiadores.

Se entraba en este recinto por el puente levadizo, que pasaba por encima del foso.

Estaba colgado con cadenas y no se bajaba sino cuando se quería que alguien entrase.

Este puente conducía delante de una puerta abovedada defendida por una gran viga, la barra; luego por una reja de hierro, el rastrillo, que se alzaba para permitir el paso.

Al pasar la puerta se penetraba en el recinto, en un patio rodeado de construcciones, los graneros, las despensas, las viviendas de los criados, la capilla.

Era casi un pueblo.

Allí los campesinos de los alrededores acudían en caso de guerra a refugiarse con su ganado y su ajuar.

A veces había que atravesar todavía uno y hasta dos recintos.

Se llegaba al fin al torreón, torre enorme de tres o cuatro pisos.

El de Baugency tiene 40 metros de altura y 24 de diámetro; el de Coucy, 64 metros de alto y 31 de diámetro.

En el torreón el señor tenía su gran sala, donde recibía a los convidados, su cámara, las de su familia, su tesoro, en el que conservaba los objetos preciosos, su dinero y sus pergaminos.

En lo alto, en una garita, un centinela estaba apostado para vigilar la comarca.

En lo más bajo, en el espesor de la tierra, estaba la prisión, una mazmorra oscurísima, húmeda, sucia, a la que había que bajar a los presos con una escala o una cuerda.

Todavía pueden verse en toda Europa ruinas de estos castillos, a veces encaramados en lugares increíbles, hoy más pintorescos que amenazadores.

La pólvora ha arruinado sus construcciones defensivas, pero sólo cuando las condiciones políticas y económicas ya habían minado su seguridad.

En el siglo XIII, la renovada importancia de las ciudades hizo que el acceso a ellas, si no su control, fuera indispensable para la preeminencia de la vida pública.

Las ciudades desde el principio estuvieron provistas de murallas defensivas propias, murallas que debían ser permanentes y efectivas.

Las técnicas de construcción de defensas de este tipo tenían que ver con la construcción de los propios castillos.

Eduardo I de Inglaterra, el inglés que construyó más castillos en Gales y Escocia, se sirvió de un arquitecto de Saboya, James of St George, quien demostró en Caernarvon cómo había que defender conjuntamente el castillo y la ciudad.

De hecho, sólo una calidad de construcción de este género podía resistir los asaltos de los enemigos medievales.

Y sólo castellanos situados en lugares aislados e inverosímiles podían preservar su independencia.

En otros lugares el castillo había perdido todo su sentido para la política local.

En los dos o tres siglos que duró su preeminencia, el castillo tuvo una profunda influencia sobre la vida y mentalidad de los señores, vasallos, soldados y habitantes de la localidad.

La finalidad principal de un castillo consistía en permitir que una guarnición cercada en él resistiese más que el sitio al que la podían someter sus enemigos.

No había ningún castellano que tuviera interés en ganarse la enemistad de la población local ni en privarla del alimento y trabajo que pudiese encontrar en la inmediata vecindad.

El castillo brindaba refugio contra las incursiones intermitentes, pero repetidas, de enemigos que venían de lejos, no contra la población local.

Cuando se presentaba el enemigo, el castillo se convertía en refugio de hombres y animales de las cercanías y contaba con las provisiones suficientes para atenderlos.

El castillo, cuando se mantenía con propósitos que no fueran temporales y se convertía en una poderosa estructura de piedra, tenía la función especial de fortaleza para el vecindario o para la sociedad política.

Guarnecido siempre con la fuerza mínima capaz de hacer frente a un sitio, en ocasiones también podía acomodar a un gran número de personas, que no lo habitaban necesariamente en tiempo de guerra.

Cuando llegaba a él el señor acompañado de su séquito, tenía allí su corte, recibía a sus vasallos y vecinos en la sala más grande, dando muestra de riqueza, munificencia y, en caso necesario, de justicia.

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Al señor feudal le compete también la administración de la justicia en su pequeño Estado. Había un torreón donde se encuentran las estrechas, oscuras y húmedas celdas de la prisión. En ellas se encierra a los enemigos, a los súbditos que no han aportado el tributo al señor, y aun a los viajeros que han intentado evadir el pago de gravosos peajes. Junto a la prisión están las mazmorras donde se tortura a los prisioneros cuando se desea arrancarles alguna información.

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A veces convocaba a los alguaciles locales para que expusieran sus alegatos, recibía a los nuevos arrendatarios, dictaba nuevas normas y dirimía antiguos litigios.

El castillo era su casa de campo, su tesoro, su palacio, su casa temporal, el símbolo permanente de su poder y de su dignidad.

En las islas británicas todavía siguen en pie suficientes castillos, algunos habitados aún, como Windsor o Warwick o Alnwick, que proclaman cuál era su propósito.

Las reparaciones posteriores no han desvirtuado totalmente su aspecto original, aunque sería más difícil imaginar cómo debió ser su interior.

Las mejoras realizadas en el siglo XIII indican que sólo tardíamente su propietario adquiría casas más íntimas y confortables.

El castillo era en gran parte un edificio público donde vivían aquellos que se tenían confianza mutua, donde comían y dormían, y donde sólo se encontraban especialmente recluidas las damas de alta alcurnia.

Los castillos, como los monasterios, eran lugares austeros en los que se había tenido en cuenta la importancia de la cuestión sanitaria, como lo demuestra su construcción.

De la elegancia de los muebles, tapicerías o cortinajes que cubrían las paredes, de la comodidad de las camas y salones, sólo encontramos algunas alusiones en los romances.

Su perfil dentado pretendía infundir miedo y respeto a los que se acercaban al castillo pero, así que penetraba en el patio, el viajero pasaba a formar parte de la gran familia del señor y vivían en él como miembro de ella.

cena medieval

En la noche la familia del castellano se reúne delante de un enorme hogar, en la cocina, espaciosa y oscura, del castillo. Se escuchan los relatos del trovador y se festejan las chanzas del bufón.

Luego los pajes sirven al señor una última copa de vino: es el "vino del sueño".

La castellana, el señor, las damas de la corte y los pajes, alumbrándose con velas, se dirigen a sus habitaciones, subiendo las empinadas escaleras de caracol; los siguen los galgos que, echados sobre los cobertores, calentarán las camas.

La mesa está servida: se comen carnes vacunas, de jabalí, rebeco, cabra, carnero, peces y aves, cocidas al horno, guisadas y al asador.

Para condimentar se usan fuertes salsas preparadas con pimienta, clavo de olor, nuez moscada, canela y jenjibre. No se usan cubiertos: los comensales toman los alimentos con las manos. Al finalizar la comida los pajes alcanzan jofainas con agua perfumada para lavarse las manos.

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Fuente Consultada:
Europa Medieval de Donald Mathew
Enciclopedia Estudiantil Tomo IV CODEX

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