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La Paz En Medio Oriente: Guerra Arabe-Israelí
El Acuerdo de Camp David

Mientras el conflicto palestino-israelí continúe abierto, con su periódica ración de asesinatos, acciones terroristas, incursiones armadas y operaciones de represalias por parte de uno y otro bando, la crisis que se ha abierto entre un sector importante del mundo islámico y los Estados Unidos y Europa occidental seguirá agravándose y provocando violencias de incalculables consecuencias para el futuro de la humanidad.

Lo más inquietante en el estado actual del enfrentamiento palestino-israelí es que se hayan volatilizado las posibilidades de una solución negociada.

Y nada indica que esta situación pueda mejorar en un futuro inmediato.

Hasta los acuerdos de Oslo en 1993 entre Arafat y Rabin, la responsabilidad mayor por la falta de progresos incumbía a la OLP (Organización para la Liberación de Palestina), por su negativa a aceptar la idea de un Estado israelí con fronteras seguras, y por privilegiar los métodos violentos sobre los políticos en pos de sus fines, en tanto que en Israel siempre hubo, incluso bajo los gobiernos conservadores del Likud, importantes sectores políticos favorables a una paz concertada con los palestinos, que incluyese la cesión o devolución de territorios ocupados a cambio de un reconocimiento de la soberanía israelí y de garantías firmes respecto a su seguridad.

Los acuerdos de Oslo significaron un extraordinario progreso en la dirección de la sensatez, es decir, de una solución pacífica y de largo alcance del conflicto, y mostraron la existencia, en ambos bandos, de sectores moderados y pragmáticos, respaldados por la mayoría de sus sociedades, que podían entenderse y contener a sus respectivos extremistas partidarios de un maximalismo apocalíptico.

Arafat y la OLP, de un lado, y el gobierno israelí de Rabin y Peres, del otro, dieron pasos resueltos, y fijaron un calendario, para ir estableciendo la confianza entre las partes, eliminando el terror y echando las bases de una coexistencia que fuera encontrando fórmulas viables para todo el contencioso entre los "hermanos enemigos" de Palestina. Pero el asesinato de Isaac Rabin por un extremista judío asestó un golpe severísimo -ahora se advierte que poco menos que mortal- a este plan de paz tan empeñosamente negociado en Noruega.

Porque Simon Peres, uno de sus gestores, fue, luego de una lamentable campaña, derrotado por unos pocos miles de votos por Bibi Netanjahu y un Likud que, una vez en el poder, aunque de labios para afuera -y para complacer a Estados Unidos- dijeran acatar los acuerdos de Noruega, en la práctica comenzaron a hacer todo lo necesario para atrasar y dificultar su cumplimiento.

El retorno del laborismo al gobierno, con Ehud Barak a la cabeza, hizo renacer la esperanza. Y no hay duda de que en algo se revitalizó aquel desfalleciente proceso.

Hay que recordar que el Premier laborista, en las negociaciones de Camp David, en julio del 2000, propiciadas por el presidente Clinton, propuso a Arafat reconocer la jurisdicción del futuro Estado palestino sobre el 95% de los territorios de la orilla occidental del Jordán y la franja de Gaza, y aceptar que los palestinos tuvieran responsabilidades en la administración y gobierno de Jerusalén oriental, las mayores concesiones hechas nunca en su historia por el Estado judío a los palestinos a fin de poner fin a las hostilidades entre las dos comunidades.

Que la Autoridad Nacional Palestina presidida por Arafat rechazara esta propuesta sólo se explica por el temor a ser rebasada por una oposición extremista (liderada por organizaciones terroristas como Hamás y la Jihad Islámica) a la que el incumplimiento por parte de Israel de los acuerdos de Oslo y la mala gestión y los abusos atribuidos al gobierno de la ANP habían hecho ganar terreno de manera dramática entre la población palestina.

La derrota de Barak y la subida al poder de Ariel Sharon fueron el equivalente, en Israel, de la creciente influencia del extremismo palestino.

Salvo su limpio origen democrático -pues ganó unas elecciones con una mayoría significativa- Sharon, al igual que los intolerantes de la Jihad Islámica o de Hamás, siempre militó en contra de los acuerdos de Oslo e hizo todo cuanto estuvo a su alcance por sabotearlos.

Nunca admitió el principio de las concesiones recíprocas a favor de la paz, pues siempre creyó que Israel podía hacer prevalecer sus puntos de vista mediante el empleo de la fuerza. Su célebre paseo por la explanada de las mezquitas, que desencadenó la nueva Intifada que dura hasta hoy, fue una provocación perfectamente concebida para potenciar a los extremistas de uno y otro lado y sacar fuera del juego político a los sectores moderados. Según sus cálculos, que con total franqueza siempre hizo públicos, gracias a su superioridad militar Israel puede reducir a la nulidad y a la impotencia a un adversario en el que, de acuerdo a su visión maniquea, no hay matices, no existen divisiones y tendencias, sólo fanáticos y terroristas, empezando por Arafat, "el Osama Bin Laden del Medio Oriente".

Lo trágico no es que un dogmático intolerante de este calibre descollara entre la dirigencia política israelí, sino que, en esa sociedad democrática que ha sido siempre Israel desde su fundación -la única a la que se le puede aplicar este calificativo en todo el Medio Oriente- haya habido una mayoría de electores tan desesperada o turbada por las circunstancias para apoyarlo, legitimando de este modo, como política de gobierno, sus demenciales convicciones. Al confiar a una persona como Sharon los destinos del país el electorado israelí hizo un daño profundo a su causa y, a mediano plazo, prestó un servicio a los enemigos de Israel. El balance de la relativamente corta gestión de Ariel Sharon en el poder no puede ser más catastrófico. El número de víctimas de las acciones violentas se ha multiplicado en ambos bandos, y, en vez de la seguridad que aquél prometía a sus conciudadanos, éstos viven en el terror cotidiano de unos atentados cuya ferocidad no tiene precedentes y con la perspectiva de un futuro incierto, en el que lo único seguro es la perennización del terrorismo.

La presencia de Simon Peres en el gobierno de Sharon no ha servido para moderar a éste y sí, en cambio, para empobrecer la imagen de un líder muy valioso, cuyo compromiso con la paz nadie puede poner en duda, aunque, desde que forma parte del equipo gobernante actual, no la haya hecho avanzar ni un miligramo. Su desgaste político -aun teniendo en cuenta el heroísmo de su sacrificio-, sirviendo de cobertura a un régimen con las credenciales del actual, sólo dificulta y atrasa el retorno de los laboristas al poder. Tal vez el daño más grave de la gestión de Sharon sea el desprestigio que para la imagen de Israel en el mundo ha resultado de la práctica del terrorismo de Estado. Los asesinatos selectivos, las invasiones periódicas de aldeas, la destrucción de viviendas y propiedades de vecinos inocentes en represalias por los atentados, el olímpico desprecio a los llamados a la moderación de la comunidad internacional de que su gobierno hace gala, tienen como efecto que la justa causa de Israel tenga hoy menos defensores en el mundo que nunca en el pasado.

Al extremo de que incluso en Estados Unidos, el aliado más fiel de los israelíes, se multipliquen las voces críticas reclamando de las autoridades una política menos sesgada, más neutral, en el Medio Oriente. Porque el respaldo sistemático y acrítico por parte de Washington a un gobierno extremista e intolerante como el que preside Ariel Sharon atiza el antinorteamericanismo, y no sólo en los países islámicos, como lo comprueba Washington en estos momentos, cuando más necesitado se halla de apoyo en su ofensiva militar contra el terrorismo internacional. Yo no soy el único amigo sincero de Israel -cuya causa defiendo desde hace más de treinta años en artículos, pronunciamientos y acciones cívicas- al que las iniciativas de Sharon producen cada día consternación y tristeza, porque advierte el provecho que ya han comenzado a sacar de ellas los sempiternos antiisraelíes y antisemitas que pululan por el planeta.

Muertos y enterrados como se hallan en la actualidad los acuerdos de Oslo ¿qué perspectivas hay de revivirlos en un futuro próximo, o de abrir una nueva vía de negociaciones palestino-israelíes? Probablemente muy pocas. Tengo serias dudas de que el plan de paz que anuncia Sharon sea serio, porque toda su actuación en el gobierno muestra que su voluntad de paz es inexistente; lo probable es que se trate de una mera operación de relaciones públicas dirigida a la opinión pública de Estados Unidos. Porque la política de su gobierno, encaminada a minar el suelo de los sectores moderados palestinos, a los que ha privado de todo margen de acción, ha tenido sin duda éxito: hoy, entre los palestinos, quienes predican la confrontación e incluso el terrorismo parecen ser más populares que quienes firmaron los acuerdos de Oslo.

La radicalización de los palestinos conviene a Sharon, pero cierra las puertas en lo inmediato a toda salida negociada del conflicto, y condena al Medio Oriente a una guerra sin término, con constantes atentados terroristas e incalculables sufrimientos para la población civil. ¿No hay, pues, solución para la crisis del Medio Oriente, una de las fuentes y acaso el mayor combustible de la guerra de Afganistán? La hay, a condición de que Estados Unidos, el único país que tiene una influencia real sobre Israel, a quien presta una poderosa ayuda económica (más de dos billones de dólares anuales) e invalorable apoyo diplomático y militar, la use exigiendo del gobierno de Sharon que enmiende sus métodos violentos de terror de Estado y vuelva a la mesa de negociaciones. Es posible que esta presión no surta efecto en el propio Sharon, que es un fundamentalista, y los fundamentalistas no son permeables a razones ni argumentos pragmáticos, ni siquiera proferidos por un aliado indispensable. Pero, afortunadamente, Israel es una democracia, y si el electorado israelí percibe que la amistad y el apoyo de Estados Unidos peligran por culpa del actual gobierno, difícilmente le seguirán prestando el apoyo que aún parece tener.

Si las cosas llegan a ese límite, es probable que la opinión pública de Israel -allá sí existe, no puede ser manipulada y cuenta como un factor central de la vida política- haga inevitable la pérdida de poder de Ariel Sharon. Es la luz posible que puede abrirse en ese oscuro túnel en el que se halla hundido el Medio Oriente. Porque, me temo, mientras el hombre del paseo por la explanada de las mezquitas, siga gobernando Israel, la paz en el Medio Oriente será una quimera. Y nuevas guerras religiosas sucederán en otros rincones del mundo a la que ahora se abate sobre Afganistán.

Fuente Consultada: Mario Vargas LLosa


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