La Sexualidad en el Inicio del Cristianismo:Castidad y Virginidad

La Sexualidad en el Inicio del Cristianismo:Castidad y Virginidad

EL CRISTIANISMO, UNA NUEVA MORAL SEXUAL:

Cuando en Roma empezaron a circular rumores sobre la existencia de una secta que predicaba unos postulados morales incomprensibles para la sociedad romana, los agentes policiales no dudaron en acusar de enemigos del género humano a los hombres y a las mujeres adscritos a la nueva religión.

Así consta en los Annales de Tácito.

Los romanos eran muy dados a considerar enemigos del género humano a las personas que no estuvieran dispuestas a acatar las leyes y las costumbres del Imperio.

La nueva religión, que incorporaba a su fondo doctrinal buena parte de las creencias de un pueblo sojuzgado, atacaba los fundamentos de la sociedad romana.

Los primeros cristianos, como todo grupo o fermento que posee una verdad fuerte e incontrovertible, tuvieron que cerrar filas, aglutinarse y disponerse a morir por dar testimonio de su fe.

Las condiciones de la clandestinidad y la dureza de la lucha exigían una vida austera, ascética, orientada siempre hacia la muerte —que para ellos era la vida—, libre de cargas y de ligaduras terrenales.

San Pablo, el dinámico y eficiente organizador de la nueva comunidad, promotor de nuevas iglesias, sentó las bases del nuevo comportamiento sexual.

Aconsejaba a sus fieles que siguieran su ejemplo de soltería, pero que, si alguien no se sentía con fuerzas para dominar los impulsos de la carne, debería tomar estado, "puesto que mejor es casarse que abrasarse".

El menosprecio de la relación sexual empezó a apuntarse.

Por un lado, se elevó la condición de la mujer y se le dio garantías que la protegieron del repudio, pero se la encadenó en la vida familiar a la total autoridad del marido.

El ascetismo de los primeros tiempos de ilegalidad del cristianismo fue una necesidad.

Los cristianos no sólo tenían que defenderse de los enemigos exteriores, del poder imperial que había especializado su aparato represivo contra ellos, sino del enemigo interno, de las propias pasiones, del pecado que se agita en la carne y aparta al alma de la comunidad con Dios.

El pecado de la concupiscencia era el más temido, el más peligroso.

Se inició una etapa de exaltación de la castidad y de la virginidad.

En un periodo de lucha dura y de resistencia feroz pudo cuajar la necesidad de mortificar la carne.

Incluso dentro del matrimonio —el reducto de los débiles— se aconseja la máxima continencia.

"No hay que provocar esos actos", diría andando el tiempo san Agustín.

Pero la tentación estaba cerca. Los hombres habían tomado la iniciativa de la lucha y —fieles a su tiempo y a la herencia recibida de las civilizaciones hebreas, griegas y romanas, con todas las reminiscencias de épocas anteriores— habían relegado a la mujer a un papel secundario.

La nueva ascética era amenazada por la presencia de las mujeres; su cercanía era un estímulo para la llamada de la carne.

Era necesario, pues, atacar a la mujer; había sido elevada al rango de compañera y no de sierva, pero escondía en sí el germen de la perdición.

Los ascetas y los primeros padres de la Iglesia se plantearon abiertamente la necesidad de difundir una serie de obras para prevenir de los males y asechanzas que esconden las mujeres; las potencias malignas se adueñaban fácilmente de ellas y se manifestaban por su cuerpo.

La literatura de aquella época —un compendio de obras apologéticas, escritas con la fogosidad de la urgencia, en el tono polémico que da la lucha cotidiana- nos ha legado un vasto arsenal de teorías antifeministas y contrarias, consiguientemente, a la práctica del acto sexual.

Clemente de Alejandría, un hombre cultísimo, llegó a decir que "toda mujer debería enrojecer de vergüenza sólo de pensar que es mujer".

A la simple vista de una mujer se apoderaba de Tertuliano una indignación que juzgaba santa.

"Mujer —dice en su Tratado del ornamento de las mujeres—, deberías ir vestida siempre de luto y andrajos, presentándote como una penitente anegada en lágrimas, para redimir así tu pecado de haber perdido al género humano.

Tú eres la puerta del infierno, tú fuiste la que rompió los sellos del árbol vedado: tú la primera que violaste la ley divina, tú la que corrompiste a aquél a quien el diablo no se atrevía a atacar de frente; tú, finalmente, fuiste la causa de que Jesucristo muriera."

La mujer es, para Tertuliano, un ángel fatal eternamente adherido al hombre para perderle.

Conmina a la mujer para que lleve siempre cubierto el rostro y adopte una actitud sumisa y de constante penitencia.

Llega, incluso, a condenar las caricias maternales.

La continencia absoluta, la supresión de toda práctica sexual, empezó a ser considerada como una medida necesaria para alcanzar la máxima perfección.

Para lograr este fin, era bueno cualquier medio.

Orígenes, una de las mentes más preclaras de aquellos primeros tiempos, llegó a adoptar la medida máxima, con una acción que incluso objetivamente estaba penada por el quinto mandamiento del Decálogo: queriendo dar al mundo un ejemplo de valentía y de renuncia a la carne, resolvió castrarse.

Los ascetas torturaban su carne y predicaban la virginidad y el celibato como san Jerónimo, que ayunaba y se acostaba desnudo sobre el suelo.

Hay que decir que aquellas teorías lograron un éxito sin precedentes, ya que en aquella época tuvo lugar una verdadera epidemia de soltería.

Incluso, según cuentan las crónicas, alguna muchacha llegó a suicidarse para impedir que sus padres la casaran.

El obispo Metodio, de Olimpo, escribió una obra, El Banquete de las diez vírgenes,remedando la idea de Platón.

Diez muchachitas se pasan la sobremesa platicando sobre las excelencias de la virginidad.

San Ambrosio, maestro de san Agustín, dedicó cinco monumentales obras a propagar las ventajas de la virginidad.

Su biografía de santa Tecla —virgen de Antioquía, maltratada, torturada y martirizada por defender su virginidad— levantó tal entusiasmo entre las jóvenes de la época que tuvo lugar una numerosa peregrinación de doncellas, llegadas desde todos los puntos de Italia, para solicitar del obispo Ambrosio el velo de novicia.

Junto a esta teoría estuvo en vigor otra no menos favorecida por la creencia popular.

La decadencia del Imperio, el ambiente de inestabilidad social y política, sirvió de buen campo de cultivo para los que predicaban la terminación del mundo.

El Ángel Exterminador estaba próximo a hacer sonar su trompeta y era necesario que los hombres estuvieran libres de ataduras.

Tertuliano llegó a rechazar a sus hijos y a aconsejar a su mujer que permaneciese viuda una vez muerto él.

Lo cierto es que, como han demostrado recientemente algunos estudios históricos, la población descendió alarmantemente.

Sin embargo, lo que tiene más importancia es que esa actitud contra las relaciones sexuales habría de marcar una influencia determinante en los siglos siguientes.

En medio de este clima pudo prosperar, lenta pero poderosamente, la idea del celibato en los sacerdotes.

Si se aconsejaba la virginidad y se enaltecía la soltería, en desprestigio de la institución matrimonial, los primeros en dar el ejemplo debían ser los sacerdotes.

Ya en las reuniones de obispos, durante los primeros siglos del cristianismo, se reclamó que los sacerdotes casados se separaran de su esposa o que, por lo menos, renunciaran a tener trato sexual con ella.

El papa Inocencio I amenazó con severos castigos a los clérigos que no estuvieran dispuestos a renunciar a su vida sexual conyugal.

La reacción de los contrarios al celibato fue violenta y se mantuvieron intransigentes.

El papa León IX estableció la obligación de la castidad para los sacerdotes, frailes y religiosos de todas las órdenes, y les conminó a aceptarla so pena de ser considerados herejes.

En algunas ciudades de Occidente, especialmente en Milán, reducto de numerosos sacerdotes que no querían renunciar a su vida sexual, los fieles, alentados por los enviados de Roma, asaltaron los domicilios de los clérigos casados.

Un concilio que tuvo lugar en Roma, en 1059, prohibió a los fieles que oyeran la misa celebrada por un sacerdote casado.

Unos años después, Gregorio VII volvió a la carga y publicó una disposición por la cual la relación sexual de cualquier sacerdote fue considerada simple fornicatio.

Ordenó que los sacerdotes casados abandonasen inmediatamente a sus esposas.

A partir de entonces, la cuestión del celibato ha sido legislada, pero no resuelta.

En torno a ella se han centrado las polémicas más airadas.

En la década de ´60 después de un largo periodo de silencio sobre esta disposición, se ha discutido públicamente sobre la procedencia o no del celibato. Y el día 23 de junio de 1967 se hizo pública una encíclica de

Su Santidad el papa Paulo VI que mantiene el principio de la necesidad del celibato en el sacerdote católico.

Esta encíclica, titulada Sacerdotalis Celibatus, recomienda a los sacerdotes una castidad vivida no por desprecio del don de la vida, sino por un amor superior a una nueva vida que brota de la fe en Cristo, vivida con valiente austeridad, con gozosa espiritualidad, con ejemplar integridad y en consecuencia con relativa facilidad.

Dice Paulo VI que la elección del celibato, presidida por la gracia divina, no es contraria a la naturaleza.

Se trata de la elección de una relación personal, íntima y completa con el misterio de Cristo en beneficio de toda la humanidad.

La Iglesia confía al sacerdote el testimonio de una vida dedicada a las realidades fascinadoras del Reino de Dios y por lo tanto no se arrepentirá de haber escogido la misma soledad de Cristo.

Ahora bien, esto implica la necesidad de una formación sacerdotal adecuada a nuestros tiempos según el progreso de las ciencias psicológicas y médicas, pedagógicas y sociales, de tal manera que incluso será oportuno que el compromiso del celibato se observe durante periodos determinados de experimento antes de convertirse en estable y definitivo con el presbiterado.

Con el cristianismo se inició una etapa de exaltación de la castidad y de la virginidad. Era necesario mortificar la carne.

En la representación artística Isis, Astarté, Afrodita y Venus quedan sustituidas por la Virgen María. Se fragua una metafísica de la carne y se inicia una represión sexual basada sobre la noción del pecado de la carne. Se atacó al desnudo como efigie del pecado.

Entonces el arte religioso produjo diversas "Virgen con Niño" en las que se procuró dejar residuos y detalles de una carne en represión, que podía por otra parte favorecer la sublimación iniciada.

Dicha temática se prolongó en el arte hasta muy entrado el Renacimiento. La Virgen y el niño Jesús, cuadro de Jean Fouquet.

Fuente Consultada: El Libro de la Vida Sexual - López Ibor

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