Historia de la Epidemia de Tuberculosis en Buenos Aires

Historia de La Tuberculosis en Argentina

Desde fines del siglo XIX hasta la terminación de la Segunda Guerra Mundial, a medida que se esfumaban en el recuerdo las aterradoras epidemias de fiebre amarilla, cólera y viruela, pasaron al centro de la escena sanitarias otras enfermedades.

No aparecían por espectaculares estallidos.

Eran endémicas.

Esto significa que estaban uno y otro mes y año tras año presentes.

Sin dar tregua.

Segaron cientos de miles de vidas jóvenes.

En forma solapada, sin hecatombes catastróficas.

Por esto mismo no provocaban terror, sino un definido temor.

Un blanco temor, valga la expresión, si se piensa que la más difundida de entre ellas, la tuberculosis, fue conocida mucho tiempo como la muerte blanca.

Puede afirmarse con poco margen de error que ninguna otra enfermedad ha matado tantos seres en la historia de la humanidad, como la tuberculosis.

Es producida por el bacilo de Koch, microbio del que existen dos variedades, la humana y la bovina.

La variedad humana ataca generalmente los pulmones, en tanto el bacilo vacuno se localiza en huesos, articulaciones y ganglios.

El bacilo bovino está en la leche cruda de vacas tuberculosas.

control de tuberculosis

En nuestro país la tuberculosis bovina es frecuente.

Hay dos procedimientos para terminar con las invalideces (deformaciones de columna, rengueras) provocadas por esta forma de tuberculosis.

Sacrificar al ganado tuberculoso, método caro.

O bien hervir la leche de vaca, alternativa barata.

Hasta 1950 la tuberculosis ocupaba el primer o segundo lugar como causa de muerte en prácticamente todos los países del mundo.

Su solo nombre inspiraba profundo temor.

Ni hablar de su siniestro seudónimo, tisis, que etimológicamente significa consunción.

Uno y otro, nombre y seudónimo, tenían además connotaciones peyorativas de implicancias clasistas.

Tuberculoso y tísico, como sustantivos genéricos, se usaban como insultos. Porque tanto el pueblo como sesudos tratadistas asociaban —y asocian aun— la tuberculosis con la miseria.

Este hecho psicosocial, así como la inevitable segregación que imponían las características de la enfermedad, hacían de la tuberculosis una enfermedad inconfesable, o poco menos.

Tiene capital importancia desvirtuar el equívoco.

En ninguna época las clases acomodadas fueron inmunes a la tuberculosis.

Esta es, antes que nada y mal que les pese a muchos sociólogos candorosos, una enfermedad transmisible.

Ocasionada por un microbio para el que es susceptible todo el género humano, sin excepciones.

Que antes o ahora el número de enfermos observado entre el pobrerío fuera treinta o veinte veces mayor que el encontrado en estratos sociales más altos, no demuestra nada.

Es decir, demuestra algo totalmente distinto a lo que siempre se dio por demostrado.

Traduce con elocuencia que el estrato social que disfruta de la mitad o más del producto nacional constituye numéricamente, según los tiempos, de un 3 a un 5 % del total de la población.

Las diferencias selectivas entre las clases sociales se daban en un campo distinto al de la susceptibilidad al bacilo.

Se observaba en lo que hacía a la difusión de la enfermedad y las posibilidades de un diagnóstico y un tratamiento oportunos.

La probabilidad de contagió, dada la forma en que la afección se transmite, es mucho mayor cuando una familia de ocho miembros vive en uno o dos cuartuchos.

Es altamente probable que se contagien todos, sin excepción.

Lo contrario ocurre si en un núcleo familiar se cuenta con dos cuartos, término medio —o uno— por cada conviviente.

La medicina de buena calidad ha sido y es un lujo.

Estuvo y está reservada para quienes tengan no solo medios materiales sirio también un nivel de instrucción que les permita obtenerla.

En el marco de los precarios recursos terapéuticos de la época, las posibilidades de supervivencia dependían más del diagnóstico temprano que de ninguna otra variable.

El tratamiento, por lo demás, tenía por base el reposo.

Es obviamente claro que los menesterosos, los obreros no calificados con corto salario y larga prole, carecían de conocimientos y recursos para salir en busca del diagnóstico oportuno y no podían permitirse otro reposo que el de la muerte.

De manera que ahí radicaba la real diferencia.

Con iguales posibilidades de enfermar, la mortalidad era más alta en los sectores de menores ingresos.

La explicación radica en las diferentes condiciones de vivienda, instrucción, alimentación e ingresos.

Piénsese en las consecuencias negativas de las actitudes más arriba expuestas.

Desde el punto de vista de la educación sanitaria la lucha antituberculosa en las primeras décadas de este siglo se centró en: "la tuberculosis puede ser curable si se diagnostica a tiempo".

Mal podrían requerir ese diagnóstico oportuno los convencidos que esa enfermedad no acaecía a "gente como uno".

Y menos aun aquellos para quienes la tuberculosis era un baldón que hacía más negra su miseria.

El tratamiento en los albores del siglo XX se asentaba en el trípode que constituían reposo, aumentación y clima.

El reposo era absoluto.

En cama, al principio.

En raposeras si se advertía mejoría

. En los enfermos que curaban, el retorno a la actividad anterior a la enfermedad se hacía muy gradualmente.

En ocasiones, en granjas y talleres para convalecientes se les readaptaba para tareas más, livianas que su ocupación anterior.

La alimentación tendía más a eventuales engordes que a cubrir racionalmente las necesidades vitales.

Se sobrealimentaba, se cebaba a los enfermos en procura de aumentos de peso.

Se preconizaban "alimentos" de mágicas propiedades reconstituyentes, como el jugo de carne.

Este, en rigor, carece prácticamente de proteínas y su valor en calorías es ínfimo.

En materia de curas climáticas, se daba preferencia a la alta montaña y al mar para la atención de las tuberculosis de huesos, articulaciones y ganglios.

Estas formas, ocasionadas por el bacilo bovino, curaban a costa de algún grado de invalidez motora —si estaban afectadas cadera o rodilla— y antiestéticas cicatrices cutáneas que sucedían a las supuraciones ganglionares los fundamentos científicos eran: aire libre de polvos e impurezas e irradiación solar rica en rayos ultravioletas.

Para las localizaciones pulmonares se consideraban más indicados los aires mas serrano o de llanura.

Funcionan todavía hoy el complejo senatorial oficial del Valle de Punilla, en Córdoba, y el sanatorio de Llanura Vicente López y Planes en Gral. Rodríguez, provincia de Buenos Aires.

Los hospitales y sanatorios de cualquier tipo y ubicación geográfica perseguían, amén del tratamiento del enfermo, un objetivo epidemiológico.

Proveían la necesaria separación del enfermo de su medio familiar y laboral, para impedir que sembrase el contagio a su alrededor.

Durante muchos años la meta inalcanzable de salud pública era habilitar el número de camas que permitiese tratar a todos los tuberculosos hospitalizándolos.

En el rubro medicamentos, se utilizaba una extensa variedad, de entre la que no había uno solo que tuviese real acción sobre el bacilo.

La mortalidad era elevadísima.

Morían niños, adolescentes y jóvenes, sobre todo.

Algunas formas clínicas —la bronconeumónica, por ejemplo— y alguna localización —la meníngea— eran invariablemente mortales.

Hasta las vecindades de 1950 no se conocía en el mundo un solo caso de meningitis .tuberculosa que hubiese curado o, meramente, sobrevivido.

Muchas mujeres jóvenes con tuberculosis a veces no muy avanzadas morían como consecuencia de la agravación que sufrían por efectos del embarazo y del parto.

Una acción de la medicina de ayer era que la tuberculosa no debía casarse.

Si lo hacía, no debía embarazarse.

Y si se embarazaba, debía interrumpirse ese embarazo.

Si la infortunada daba a luz, el niño era separado de inmediato de la madre.

Lo corriente era que la separación temprana ocasionase la muerte de la criatura, en tanto la madre también sucumbía.

Se moría por consunción o hemorragia, alternativamente.

La tisis afilaba siniestramente los rasgos faciales del enfermo y reducía su tronco y miembros a una osamenta cubierta por un fláccido pellejo blanco amarillento.

Los vómitos de sangre, que a veces empeoraban un enfermo y otras terminaban con él, creaban en los sanatorios una angustiosa expectativa en cuanto la primavera sé reanunciaba.

Era cosa sabida, todo tuberculoso hospitalizado lo sabía, que las temibles hemoptisis —término médico que designa al vómito de sangre proveniente del aparato respiratorio— arreciaban en primavera,

E! enfermo ingresaba al hospital convencido de tener muy pocas posibilidades de salir con vida.

El pesimismo fatalista, la decepción y el descontento con respecto a la terapéutica, creaban un clima propicio para anhelar soluciones mágicas.

Periódicamente surgía algún charlatán que pregonaba las excelencias de tal o cual recurso curativo milagroso.

De inmediato se suscitaban verdaderos motines hospitalarios para exigir ser tratados con la panacea de turno.

El derecho a la esperanza era defendido fieramente, tanto más cuanto que los autoungidos genios se exhibían invariablemente en un papel de perseguidos por la camarilla académica y de esforzados cruzados en lucha contra el statu quo.

El último de estos falsos profetas en nuestro país, fue un tal Jesús Pueyo, que en los primeros años de la década del 40 anunció haber encontrado una vacuna curativa de la tuberculosis.

La circunstancia de haberse desempeñado durante años como peón en la cátedra de Bacteriología de la Facultad de Medicina de Buenos Aires, le dio —en la mentalidad popular— aires de verosimilitud a su afirmación.

Medió, además, una formidable campaña de promoción periodística, realizada por un vespertino muy popular entonces.

El resultado puede imaginarse.

Los hospitales fisiológicos se convirtieron en verdaderos pandemonios.

El clima de rebelión y la enloquecida euforia iban de la mano, en un crescendo alimentado por las presuntas curaciones que el diario —en cuyo local se inyectaba la vacuna— publicaba día por día.

Después, muchos meses después, llegaron la decepción y el rencoroso silencio.

La pretendida vacuna no había sido sino un espejismo más.

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Tuberculosis: Una Enfermedad Curable

Fuente Consultada: La Salud Pública - Historia Popular Cuaderno N°:82 Antonio Bellore

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