El Señor Mansilla Cuentos Pendientes Mi Juego de Javier Mendez

EL SR. MANSILLA 

El Sr. Mansilla era el enfermero del barrio.

En efecto, donde yo vivía no se llamaba a un enfermero recurriendo a la guía telefónica o a los clasificados del diario, sino que simplemente había un enfermero por barrio, asignado por nadie y por todos, de manera tácita e incuestionable, que ejercía su jurisdicción de temidos pinchazos en toda la zona.

En el caso de los pibes de mi barrio, atacados que éramos por una infame gripe o algún catarro persistente, caíamos tarde o temprano en las inevitables agujas del Sr. Mansilla.

En aquella época no había jeringas descartables, por lo que mi agonía se extendía desde que escuchaba postrado en la cama la conversación de mis padres que concluía en la decisión de convocar al Sr. Mansilla, el sonido más desagradable que nunca del timbre que anunciaba su llegada, los escalofriantes ruidos a latas en la cocina, producidos por un extraño rito consistente en prender fuego con alcohol las dolorosas agujas de la mortificación, los pasos cada vez más fuertes que se acercaban al dormitorio y finalmente su presencia, terrible y aterradora.

Con su chaquetilla blanca y sus anteojos cuadrados, de carey negro, se paraba un instante bajo el marco de la puerta, como escudriñando todo el ambiente para cerciorarse de que mi grado de espanto era el apropiado para su faena.

De inmediato avanzaba decidido y sin hacer gesto alguno, sólo con una mirada de sus helados ojos, me  indicaba que había llegado el momento.

Sin palabras de consuelo ni cuentos de hadas, me daba un par de cachetazos en el trasero y, tras cartón, venía la punzada desalmada  y ardiente, seguida por un cada vez más intenso dolor que me dejaba el resto del día compungido y cuidadoso de dormir "solo del otro costado".

Aprendí que las "aceitosas" eran las más temibles  y maldije más de una vez cuando el Sr. Mansilla se olvidaba (yo creo que lo hacía a propósito) de traer "el solvente" que las diluía un poco y las hacía algo menos insufribles.

Lo cierto es que, por efecto de las inyecciones o por pánico a la prolongación del tratamiento, en un par de días me declaraba bajo juramento, totalmente sano, incluso en condiciones como para asistir a la escuela.

Yo aborrecía al Sr. Mansilla. La sola invocación de su nombre me congelaba la sangre.

Una siesta, disfrutando de mi buena salud, estaba sentado sobre el tapial que daba a la calle.

Jugaba al bombardeo, entretenimiento consistente en alinear, según su tamaño, cascotes de barro seco y piedras, para arrojarlos a los automóviles (tanques enemigos) que pasaban.

En mi tapial-trinchera reinaba una tensa calma, tal vez producto de la hora de escaso movimiento, y sólo había podido arrojar, sin suerte, dos granadas.-

Estaba comenzando a aburrirme por la falta de éxito y enemigos, así que decidí tirar la bomba atómica antes de lo planeado y pasar a otro juego.

La bomba atómica era un cascotón de barro seco del tamaño de una pelota de fútbol, que para ser arrojado hacía necesaria una misión suicida: correr al encuentro del enemigo sosteniendo con ambas manos la bomba y en el momento y a la distancia exactos,  revolearla con todas las fuerzas y huir hacia el tapial-trinchera a buscar refugio.

Apenas había tomado la decisión de utilizar mi arma más poderosa cuando vi aparecer por la esquina al tanque enemigo, un Citröen 3CV gris que avanzaba lenta y dificultosamente por entre los pozos de la calle.

Mi juego de guerra recobró de inmediato la intensa emoción inicial.

Pude sentir caudales hermosos e infinitos de adrenalina que agudizaban mis sentidos y  me provocaban un frío sudor de pies y  manos.

Levanté el cascotón y esperé agazapado que el cachivache gris estuviera lo suficientemente cerca.

En el momento exacto emprendí la carrera para interceptarlo.

A duras penas conseguí aparearme al objetivo y cuando ya las fuerzas me abandonaban revoleé mi bomba que cayó como tal,  justo  sobre el capó enemigo, para estallar en mil pedazos, en medio de un estruendo de lata y barro seco.

De inmediato inicié la urgente retirada hacia el tapial-trinchera y alcancé a percibir a mis espaldas que el tanque detenía su motor.

Salté con increíble agilidad el muro y me asomé lentamente para ver los efectos de mi bomba, pero ya con una sensación que transformaba  la euforia inicial, en tremendo susto y ganas de no estar allí.

Un espantoso frío  me recorrió la espina  y me asaltaron incontenibles deseos de ir al baño cuando vi que del tanque enemigo descendía el Sr. Mansilla.

Se paró un momento a observar los despojos de mi bomba desparramados sobre el capó, pareció emprender su marcha hacia la puerta de casa,  creí desfallecer. Dudó un instante y de dos manotazos barrió las trizas de barro y se volvió a meter en el auto.

Cuando vi alejarse al vehículo, me sorprendí en una extraña actitud, con la boca y los ojos abiertos a más no poder, en cuclillas y con las uñas clavadas en el tapial-trinchera.

Así me quedé largo rato, hasta que me quitó del trance el llamado de mi madre para bañarme.

Esa noche comí en completo silencio y decidí definitivamente que los juegos de guerra nunca me gustaron.

Cuentos Pendientes - Javier Mendez


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