Era Cientifica:Evolucion de la Ciencia desde el Siglo XV

Era Científica Evolución de la Ciencia Desde el Siglo XV

Los egipcios, los babilonios, los caldeos, los griegos y los romanos hicieron las primeras contribuciones a la ciencia y la investigación científica.

Pero las grandes migraciones del siglo IV destruyeron el mundo clásico en el Mediterráneo y la Iglesia cristiana, más interesada en la vida del alma que en la del cuerpo, consideraba que la ciencia era una manifestación de arrogancia humana que pretendía inmiscuirse en asuntos divinos, que pertenecían al reino de Dios, y que, por tanto, estaba relacionada con los siete pecados capitales.

El Renacimiento comenzó a destruir el muro de prejuicios medievales.

Sin embargo, la época de la Reforma, que había acabado con el Renacimiento a principios del siglo XVI, fue hostil a los ideales de la «nueva civilización» y otra vez los científicos se vieron amenazados con castigos terribles si osaban traspasarlos reducidos límites del conocimiento establecidos por las Sagradas Escrituras.

Era Cientifica Evolucion de la Ciencia desde el siglo XV

El mundo está lleno de estatuas de grandes generales montados a caballo, que conducen a sus valientes soldados a victorias gloriosas.

En cambio, a los científicos se los honra con modestas placas de mármol que señalan el lugar donde nacieron o donde descansan en paz.

Quizá dentro de mil años, las cosas se hagan de otra manera y los jóvenes de esa feliz época sepan del espléndido coraje y la devoción casi inconcebible que sentían por su deber los pioneros del conocimiento abstracto, que hicieron posible el mundo moderno.

Muchos de los primeros científicos vivieron en la pobreza, fueron despreciados y humillados.

Habitaron en cuchitriles y murieron en mazmorras.

No se atrevían a poner su nombre en la portada de sus libros, que no podían publicar en su tierra natal y enviaban a alguna imprenta secreta situada en Amsterdam o Haarlem.

Estaban expuestos a la amarga enemistad de la Iglesia, católica o protestante, y se les dedicaban sermones interminable que conminaban a los parroquianos a la violencia en contra de aquellos «herejes».

Iban en busca de asilo.

Se refugiaban en los Países Bajos, donde había un mayor espíritu de tolerancia.

Allí las autoridades, aunque no veían buenos ojos las investigaciones científicas, no querían actuar contra la libertad de pensamiento.

Así que el país se convirtió en refugio intelectual de filósofos, matemáticos y físicos franceses, ingleses y alemanes que llegaban en busca de un poco de tranquilidad y una bocanada de aire fresco.

Roger Bacon, el gran genio del siglo XIII, se le prohibió durante años escribir una sola palabra si no quería tener problemas con las autoridades eclesiásticas.

Quinientos años más tarde, los redactores de la gran Enciclopedia filosófica estuvieron bajo supervisión continua de la gendarmería francesa.

Cien años más tarde, en los púlpitos, se tildaba a Darwin de enemigo de la especie humana por cuestionarse la historia de la creación que aparecía en la Biblia.

Incluso hoy, en algunos lugares, se sigue persiguiendo a quienes se aventuran por los caminos desconocidos del reino de la ciencia.

En este mismo instante seguro que en alguna parte del mundo hay un orador que afirma con vehmencia que el gran naturalista inglés se equivocaba y advierte a sus oyentes de la «amenaza del darwinismo».

Claro que estas anécdotas no dejan de ser menudeces.

Lo que se tiene que hacer siempre se acaba haciendo, y quienes condenaban a los que tenían visión de futuro y los llamaban «idealistas» luego se aprovecharon como todo el mundo de sus descubrimientos y sus invenciones.

En el siglo XVII, los científicos todavía se decantaban por el estudio por los cielos y la posición del planeta Tierra en el sistema solar.

La Iglesia  reprobaba aquella indecente excentricidad y Copérnico, que fue el primero en probar que en el centro del universo se hallaba el Sol y no la Tierra, no publicó sus trabajos hasta el día de su muerte.

Galileo pasó gran parte de su vida bajo supervisión de las autoridades eclesiásticas, pero aun así usó el telescopio y dejó a Isaac Newton gran cantidad de observaciones prácticas, que ayudaron enormemente al matemático inglés a fijarse en el interesante hábito que tienen los objetos de caer al suelo y le permitió estableció la ley de la gravitación universal.

Con aquel descubrimiento se interrumpió temporalmente el interés por los cielos y los científicos se centraron en el estudio de la Tierra.

En la segunda mitad del siglo XVII, Anton van Leeuwenhoek inventó el microscopio y se pudo empezar a examinar los seres microscópicos responsables entre otras cosas, de tantas enfermedades.

Gracias a aquel invento se sentaron las bases de la «bacteriología», que desde entonces ha liberado a la humanidad de muchas dolencias causadas por organismos diminutos.

El microscopio también posibilitó que los geólogos analizaran más detalladamente las rocas y los fósiles (plantas y animales prehistóricos petrificados) y llegaran a la conclusión de que la Tierra era mucho más antigua de lo que se decía en el libro del Génesis.

En 1830, sir Charles Lyell publicó sus Principios de geología, donde negaba la creación bíblica y narraba la historia, mucho más apasionante, del desarrollo gradual del planeta.

Al mismo tiempo, el marqués de Laplace trabajaba en una nueva teoría de la creación en la que anunciaba que la Tierra sólo era un lunar en el mar nebuloso del que había surgido el sistema solar.

Con ayuda del espectroscopio, Bunsen y Kirchhoff estudiaron la composición de las estrellas y del Sol, cuyas curiosas manchas habían sido advertidas por Galileo.

Tras una cruenta batalla con las autoridades católicas y protestantes, los anatomistas y los fisiólogos obtuvieron permiso para diseccionar cuerpos y así pudieron sustituir las invenciones de los curanderos medievales por el conocimiento empírico de nuestros órganos y su manera de funcionar.

Las diferentes ramas de la ciencia progresaron más en una sola generación (entre 1810 y 1840) que en los cientos de miles de años que habían pasado desde que el ser humano miró las estrellas por primera vez y se preguntó qué eran.

Debió de ser una época difícil para las personas educadas en el viejo sistema.

Creo que podemos entender el odio que sentían hacia hombres como Lamarck y Darwin que, aunque no llegaron a decirles que «descendían del mono» —lo cual habría sido un gran insulto para la gente de aquella época—, sí sugirieron que la orgullosa especie humana era el producto de la evolución de una serie de seres cuyo árbol genealógico empezaba con las medusas que fueron las primeras en habitar nuestro planeta.

La clase media acomodada, que dominaba el siglo XIX, estaba dispuesta a usar el gas, la electricidad y todas las aplicaciones prácticas de los grandes descubrimientos científicos, pero aun así el mero investigador, el «científico teórico» sin el cual no habría sido posible el progreso, continuó sufriendo de la desconfianza de la gente hasta el siglo XX.

Finalmente su trabajo fue reconocido y las personas ricas, que en épocas pasadas habrían donado dinero para la construcción de una catedral, hoy financian laboratorios donde los científicos luchan contra los enemigos ocultos de la humanidad y a menudo dedican la vida a la investigación para que las generaciones futuras gocen de mejor salud.

En el siglo XX se comprobó que las enfermedades que nuestros antepasados consideraban «actos de Dios» en realidad eran consecuencia de la ignorancia y la negligencia humanas.

Al principio del siglo XX, todos los niños occidentales sabían que tenían que vigilar qué agua bebían para no contraerla fiebre tifoidea.

Pero tuvieron que pasar muchos años hasta que la gente entendiera que debía prevenir las infecciones. Actualmente pocas personas temen ir al dentista.

Gracias a que conocemos los microbios que viven en nuestra boca y las maneras de combatirlos, ahora ya no tenemos tantas caries.

Y si nos tienen que quitar una muela, la anestesia nos evita el dolor.

En 1846, cuando los periódicos publicaron que en Estados Unidos se había llevado a cabo una operación «sin dolor», en Europa la gente se llevó las manos a la cabeza.

Les parecía que escapar al dolor que hacía iguales a todos los mortales era ir en contra de la voluntad de Dios y pasó mucho tiempo antes de que el éter y el cloroformo se usaran de manera general.

Sin embargo, ganó el progreso.

La brecha abierta en los antiguos muros del prejuicio era cada vez mayor y, con el paso del tiempo, los ladrillos de la ignorancia cayeron uno a uno.

Los ardientes cruzados del nuevo y feliz orden social se abrieron paso, pero, de repente, se encontraron ante un nuevo obstáculo.

De las ruinas de un pasado lejano había emergido una ciudadela reaccionaria y millones de personas tuvieron que dar la vida para acabar con aquel último bastión.

Fuente Consultada: La Historia de la Humanidad de Hendrik Willem van Loon

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