Las Bibliotecas en la Antigua Roma:Historia y Caracteristicas

Historia de las Bibliotecas en la Antigua Roma

La mas destacadas de las aniguas bibliotecas romanas no hay dudas que fue la de Alejandría, ciudad  fundada por el macednoio Alejandro Magno durante sus conquistas hacia el oriente.

En el año 332, Alejandro, después de haber ultimado la conquista de Egipto y de haberse hecho reconocer «hijo de Amón», funda esta capital cuyo florecimiento material y espiritual se prolongará durante toda la Antigüedad.

Hasta que cae bajo dominación romana, en el 47 a.C, Alejandría goza de una gran prosperidad económica y desarrolla un importante papel en todos los intercambios que tienen lugar en el Mediterráneo oriental.

Alejandría se convertirá, a partir de entonces, en el gran mercado del libro del mundo antiguo.

Respecto a la historia de esta gran biblioteca puede acceder desde aqui para leer sobre su historia , evolución y final. También describimos sobre sus directores y cientificos que trabajaron e investigaron en ella.

En Roma, como en tantos otros pueblos, primero fueron los archivos y luego las bibliotecas.

Más aún, como el genio romano fue esencialmente administrativo y organizador, a lo largo de su historia concedieron mayor atención a aquéllos que a éstas.

Hay noticias antiguas de archivos privados, en los que los comerciantes registraban sus operaciones.

Más recientes fueron las primeras bibliotecas privadas, constituidas con los libros que se trajeron de Oriente los generales victoriosos, junto con oro y joyas, esculturas y pinturas y también esclavos cultos, los primeros en organizarías y en utilizarlas.

El primero de todos fue Lucio Emilio Paulo, que ofreció a sus hijos (el menor de los cuales era el que después fue conocido como Escipión el Africano) los libros de la biblioteca del último rey de Macedonia, Perseo, después de derrotarle en Pidna.

Detrás vino Sila, que, como hemos dicho, se apoderó en Atenas de los libros de Aristóteles adquiridos por Apelicón; o los que reunió Lucio Lúculo durante sus conquistas en Asia Menor, etc.

Pero sus dueños las abrieron con generosidad a los que deseaban consultarlas y Cicerón, según su propia expresión, devoró los libros de la biblioteca de Sila, que su hijo, Fausto, tenía en su residencia de Cumas.

Aunque en el siglo n a.C. ya circulaban libros latinos, estas primeras bibliotecas estaban constituidas principalmente por obras griegas. Polibio y los mil rehenes aqueos que fueron traídos a Roma después de la batalla de Pidna hicieron posible la célebre sentencia horaciana:  Graecia capta ferum victorem cepit, «Grecia vencida venció a su fiero vencedor».

También fueron importantes en este sentido las charlas que Crates, director de la biblioteca de Pérgamo retenido en Roma una larga temporada a causa de un accidente, dio allí con notable éxito.

Así se explica que las bibliotecas públicas que se construyeron después en Roma se inspiraran en la de Pérgamo.

Situadas junto a un templo, constaban de una sala para depósito y un pórtico para leer, paseando, en voz alta, todo adornado con pinturas y bustos de escritores célebres.

Por lo que se refiere al contenido, estaban divididas en dos secciones, a veces con edificios diferentes, destinadas respectivamente a los libros latinos y a los griegos.

César, que había vivido en Alejandría, quiso dotar a Roma de una gran biblioteca pública con secciones griega y latina y encargó de reunir y ordenar los libros a Marco Terencio Varrón, autor de uno sobre bibliotecas,

De bibliothecis III, citado por Plinio y que contenía información tan equivocada como la referida anteriormente sobre la invención del pergamino o la de que el papiro fue usado para escribir sólo después de la conquista de Egipto por Alejandro Magno.

Pero César no consiguió ver convertido en realidad su proyecto a causa de su precipitada muerte.

También el archivo central de Roma, el Tabularium, construido el año 79 a.C, se adelantó a la primera biblioteca pública romana, que se debió a C Asinio Polión, general, orador, historiador y poeta, amigo en su juventud de Catulo y en su madurez de Horacio y de Virgilio, que, en frase de Plinio el Viejo, ingenio hominum rem publicam fecit, «puso al servicio de todos las creaciones de los hombres».

Situada en el Atrio de la Libertad, tenía, al decir de San Isidoro, las dos secciones (griega y latina).

Por sugerencia de Augusto, que fue aficionado a propuestas de esta naturaleza, empleó en su fundación el botín que había conseguido en la campaña de Iliria (39 a.C).

Introdujo en Roma lo que después fue costumbre generalizada, decorar la biblioteca con bustos de escritores fallecidos, aunque hizo una excepción en honor de Varrón, cuyo busto colocó en vida de éste.

Otra excepción fue hecha por T. Pomponio Ático colocando en su biblioteca el busto de su amigo Cicerón frente al de Aristóteles.

Al mismo tiempo Augusto creaba en Roma dos grandes bibliotecas, con sus correspondientes secciones latina y griega. Una (33 a.C.) en el campo de Marte, llamada comúnmente Pórtico de Octavia, por la hermana de Augusto, pues estaba dedicado a un hijo suyo, Marcelo.

La otra (28 a.C.) en el Palatino, junto al templo de Apolo.

La primera biblioteca estaba en uno de los conjuntos arquitectónicos más amplios y bellos de Roma, en un espacio de 18.000 metros cuadrados cerrado por una doble columnata, en cuyo centro se levantaban dos templos dedicados, respectivamente, a Júpiter y a Juno, y dos amplias salas (curia y schola) para reuniones políticas la primera y para simples encuentros y conversaciones la segunda.

Su primer bibliotecario fue Gayo Meliso, liberto y profesor de Mecenas y autor dramático. El templo de Apolo y la biblioteca se erigieron, en un espacio similar al de la Biblioteca del Campo de Marte, en memoria de la batalla de Actium en la que Octavio derrotó a Marco Antonio, y contaba, como el templo de Atenea y la biblioteca de Pérgamo, con un gran pórtico, retratos de escritores célebres y una colosal estatua de Apolo.

plano de una biblioteca roma antigua

Plano del Pórtico de Octavia

planta de biblioteca romana

Plano del Foro de Trajano-Biblioteca Ulpia

Los libros de la última fueron reunidos por Pompeyo Macer, si bien el director fue C. Julio Higinio, español y liberto de Augusto y uno de los más importantes filólogos de su tiempo.

Escribió sobre agricultura, historia, religión y arqueología y fue amigo de Ovidio.

Precisamente esta amistad le costó perder la protección de Augusto y murió en la miseria.

Tiberio creó una biblioteca pública en Roma junto a su palacio.

Vespasiano hizo otra junto al templo de la Paz. Más importante que ambas fue la establecida por Trajano (113 d.C.) y por ello fue llamada Ulpia, rival de las de Alejandría y Pérgamo.

interior de la biblioteca de Ulpia en Roma antigua

Estaba situada al fondo del foro de Trajano, entre la Basílica Ulpia y el Templo del Divino Trajano.

Constaba de dos edificios, uno para cada una de las secciones, de unos 450 metros cuadrados cada uno, y en medio estaba la célebre columna Trajana, simbólico y monumental rollo describiendo las guerras dacias. En ella se conservaban numerosos documentos públicos, por lo que es probable que fuera, además, archivo histórico.

A pesar de que las bibliotecas eran presa fácil del fuego y muchas perecieron en incendios, en tiempo de Constantino había en Roma veintiocho.

Por ser bastantes las bibliotecas sostenidas por los emperadores, dentro de Roma y fuera de la urbe, como la de Alejandría, Tiberio creó el cargo de procurator bibliothecarum, «director general de bibliotecas», a cuyas órdenes estaban los bibliotecarios que trabajaban en cada una de ellas.

Al principio el cargo fue ocupado por un liberto afecto a la casa imperial, pero pronto, en la segunda mitad del propio siglo primero, los nombramientos se reservaron para personas pertenecientes al orden ecuestre, lo que indica que el sueldo y la categoría eran elevados.

Entraba el puesto en el cursus honorum o carrera administrativa, aunque para conseguirlo no se precisó el servicio militar previo. Fueron seleccionadas personas con buena formación administrativa e intelectual. En ocasiones fue promovido a él el director de la Biblioteca de Alejandría.

El primer nombrado fue Julio Papo, amigo de Tiberio, que era ciudadano romano de origen griego, y el más famoso fue el historiador C.

Suetonio Tranquilo, amigo de Plinio el Joven, con el que estuvo en Bitinia, que llegó a secretario de Adriano, pero que perdió su favor a causa de la emperatriz y fue desterrado a la isla de la Gran Bretaña.

En el siglo III desapareció el cargo y cada biblioteca tuvo a su frente un director. Los emperadores, retenidos por las continuas guerras, no paraban en Roma y no pudieron demostrar interés por las bibliotecas, si alguno lo tuvo.

En el siglo IV, trasladada la capital a Constantinopla, la decadencia fue mayor y Amiano Marcelino habla de las bibliotecas romanas cerradas como tumbas.

No hubo una doctrina bibliotecaria aunque sabemos cuáles eran las obligaciones de un buen bibliotecario, el del emperador Diocleciano, que disponía de una gran biblioteca en su capital Nicomedia.

Las describe el obispo Theonas de Alejandría, que vivió a fines del siglo III, en una carta a Luciano, secretario del emperador: conocer y mantener ordenados los libros, buscar copistas escrupulosos y hombres cultos para corregir su trabajo; reparar los libros deteriorados y no encargar, salvo orden expresa del emperador, ejemplares lujosos sobre pieles de púrpura; sugerir a su señor los libros que debe leer personalmente o escuchar su lectura y comentar en su presencia aquellos que pueden serle útiles en su gobierno más que los que simplemente puedan deleitarle.

El funcionamiento de las bibliotecas dependió de los gustos de los emperadores. Los edificios y las colecciones fueron pequeños porque era poca la demanda de lectura pública, ya que los romanos preferían trabajar, aislados y tranquilos, en sus bibliotecas privadas o en las de los amigos y sólo acudían a la biblioteca pública en busca de un libro raro, que normalmente retiraban en préstamo.

A veces se alojaron en edificios construidos con otra finalidad principal, como templos o simples lugares de concurrencia ciudadana, como basílicas y baños.

No fueron las bibliotecas romanas una parte importante de las instituciones educativas, ni muy frecuentadas por los escritores. Tampoco los bibliotecarios se creyeron en la obligación de fijar, jerarquizar y conservar la literatura romana para las generaciones futuras, como hicieron los de la Biblioteca de Alejandría.

Las librerías y las bibliotecas depositaban los libros en estanterías, llamadas plutei y, si estaban fijas a las paredes, pegmata. Los huecos que formaban los elementos verticales y horizontales recibían por asociación de imágenes el nombre de nidos, nidi, y foruli y loculamenta, por su parecido a las celdillas de un panal.

También se usaron armarios, armaría, para guardar libros y su uso se generalizó cuando el códice fue sustituyendo al volumen o rollo, pues el armario era conveniente para guardar los dos tipos de libro.

Las bibliotecas privadas se generalizaron en todo el imperio en el siglo I d.C, como puede advertirse, por ejemplo, en las bibliotecas descubiertas en las excavaciones recientes de Timgad, en el norte de África, y en Herculano en el siglo XVIII.

Las excavaciones realizadas en esta última ciudad que juntamente con Pompeya quedó sepultada por las cenizas de la erupción del Vesubio en el año 79 d.C, pusieron al descubierto cerca de 1.800 fragmentos y rollos de papiros carbonizados.

La mayoría se encontraron en la casa, hoy llamada Villa dei Papiri, que, al parecer, fue de L. Calpurnio Pisón, suegro de César, y constituían una biblioteca filosófica en la que predominaban obras en griego de Epicuro y de su seguidor Filodamo de Gadara.

Con gran habilidad y paciencia pudieron leerse algunos rollos, no sin grandes dificultades, que todavía no han sido superadas, pues no ha podido encontrarse un procedimiento satisfactorio para desenrollarlos. Se conservan en la Biblioteca Nacional de Nápoles, menos algunos que fueron llevados a la Biblioteca Bodleiana de Oxford.

Cicerón habla de su biblioteca en Roma y de la que tenía en su casa de Ancio, donde veraneaba, pues era corriente entre los ricos romanos tener una biblioteca en cada una de sus mansiones principales.

Por él sabemos algo de la biblioteca de su amigo Tito Pomponio Ático y por otros documentos conocemos los nombres de otros propietarios de bibliotecas privadas, como el poeta Aulo Persio Flaco, que dejó en su testamento 700 volúmenes a un amigo, o como Epafrodito, que, según la Suda, llegó a reunir en su biblioteca 30.000 volúmenes, o como el tutor del emperador Gordiano, Serenio Samónico, que legó a aquél 62.000 volúmenes.

Realmente pocos fueron los ricos o los miembros distinguidos de las profesiones liberales (abogados, médicos, retores) que no poseyeron una de mayores o menores dimensiones.

Esta moda llegó a irritar a Petronio, que en el Satiricón muestra a Trimalción ignorante y presumiendo de sus numerosos libros, y aún más a Séneca. Éste en su ensayo De tranquillitate animi arremete contra los ricos romanos que llenaban sus viviendas de libros que no leían:

«El gasto en los estudios, que es el mejor de todos, sólo es razonable dentro de ciertos límites. ¿Qué utilidad tienen esos innumerables libros y bibliotecas de los que sus dueños a duras penas pueden leer en toda su vida los títulos?.

El excesivo número no instruye, antes bien supone una carga para el que trata de aprender y es mejor entregarse a unos pocos autores que perderse entre muchos.

Sucede con muchas personas ignorantes de lo más elemental que tienen los libros para adornar sus comedores, en vez de como medios para aprender. Ténganse los libros necesarios, pero ni uno solo para exhibición.

Claro que se puede decir que es preferible gastarse el dinero en libros que en vasijas corintias o en cuadros.

Siempre es malo cualquier exceso.

¿Por qué disculpar al que desea estanterías de madera rica y marfil, al que busca las obras de autores desconocidos y no buenos y al que bosteza entre tantos miles de libros porque le agrada muchísimo ver los lomos y los títulos de su propiedad?.

Verás en las casas de los más perezosos las estanterías llenas hasta el techo con todas las obras de los oradores y de los historiadores.

Pues hoy, como la sala de baños, la biblioteca se considera un ornamento necesario de la casa.

Todo ello se podría perdonar si se debiera a un gran amor a los estudios, mas, realmente, estas colecciones de las obras de los más ilustres autores con sus retratos se destinan para el embellecimiento de las paredes.»

Luciano de Samosata, un siglo después, compara a un ignorante propietario de libros con un burro que mueve las orejas al oír la lira.

De toda formas, las bibliotecas privadas fueron útiles a los amigos e invitados del dueño y especialmente a los esclavos de la casa, entre los que no faltarían personas cultas, a los que les correspondía actuar de secretarios, de bibliotecarios y de profesores.

Además, con frecuencia, los propietarios eran realmente cultos e incluso algunas bibliotecas respondían a la formación y especialización de sus dueños, como la citada de Herculano, que sólo contenía fondos filosóficos y fundamentalmente de una escuela.

No faltan, por otra parte, referencias a las facilidades que algunos autores encontraron en bibliotecas públicas y privadas para la composición de sus obras.

Tal importancia alcanzó la biblioteca en la vida de los romanos que el arquitecto Vitruvio en su libro se refiere a ellas varias veces.

Dice que las casas de las personas principales han de contar con vestíbulos, atrios, patios muy amplios, jardines, paseos, pinacotecas y bibliotecas porque con frecuencia en ellas se celebran reuniones.

Recomienda que las pinacotecas se orienten al norte y las bibliotecas al este, lo mismo que los dormitorios, porque requieren luz matinal y porque los libros no se echan a perder tan fácilmente, pues todo lo que mira al sur o al poniente se estropea por la polilla y la humedad.

Naturalmente, las bibliotecas públicas proliferaron por todas las ciudades del imperio, según sabemos por noticias escritas o por hallazgos arqueológicos.

Fueron fundadas unas veces por las autoridades locales, otras por generosos ciudadanos, como Plinio el Joven en su ciudad natal,

Como, y otras, por los propios emperadores, como la creada por Adriano en Atenas, o las que donaron Trajano y Diocleciano a Antioquía y Nicomedia, respectivamente.

Aunque no nos han llegado noticias de ellas, frente a las bibliotecas hechas con fines de ostentación o a las de los ricos aficionados a la literatura y a la filosofía, tuvo que haber, dado el carácter práctico del genio romano, otras que podíamos llamar profesionales, cuya existencia se puede deducir, además, de la pervivencia de algunos títulos de obras técnicas.

Un primer puesto debieron ocupar entre los profesionales del foro, las obras jurídicas, cuyo número fue tan crecido que cuando Justiniano ordenó la célebre refundición de las disposiciones legales, los encargados de hacerla tuvieron que leer 2.000 obras diferentes.

La medicina tenía una literatura propia desde los tiempos de Hipócrates y las obras de éste, de Galeno, de A. Cornelio Celso y de Dioscórides, por citar sólo unos pocos grandes nombres, no pudieron faltar en las casas de los médicos importantes.

También existió un gran interés por la agricultura a causa de la fuerte tradición campesina del pueblo romano y por la afición que se despertó más tarde, entre aristócratas y ricos, por vivir en fincas campestres.

Lo mismo por las obras públicas y debió de ser grande el número de libros entre ingenieros, arquitectos y militares sobre construcción de edificios, caminos, puentes, acueductos, presas, puertos, etc., y sobre técnica y arte militar.

Las primeras bibliotecas cristianas: Antes de cerrar este apartado será conveniente dedicar dos palabras a las primeras bibliotecas cristianas que existieron en el Imperio Romano, antes de comenzar la Edad Media.

A principios del siglo iv el Imperio Romano sufrió un cambio radical, que tuvo repercursiones de todo tipo y entre ellas las que afectaron a las formas culturales en general y al libro y las bibliotecas en particular.

Todo empezó con el llamado edicto de Milán (313), disposición de Constantino y Licinio por la que devolvían a los cristianos los bienes que les habían sido incautados y se declaraba la libertad de cultos.

A partir de estos momentos el libro y las bibliotecas cristianas recibieron protección oficial, pudieron actuar a la luz del día y alcanzaron un creciente desarrollo frente a la decadencia continuada en que fue cayendo la cultura pagana.

Pero antes de esta fecha las comunidades cristianas sintieron necesidad de libros para sus celebraciones religiosas, en las que se leían textos sagrados de carácter formativo, edificante y disciplinario. Su número fue creciendo, aunque en relación siempre con la importancia de la comunidad o con el amor a los libros que sintieron sus jefes.

A finales del siglo ni, las comunidades, en general, poseían bastantes libros, que fueron destruidos, cuando fueron encontrados, durante la gran persecución ordenada por Diocleciano.

Tan importante fue para su actividad el libro, que acabaron cambiando su forma al optar por una nueva, el códice, que terminó formado por hojas de pergamino, en vez de las primitivas tabletas enceradas y las posteriores hojas de papiro.

En las modestas iglesias primitivas, la biblioteca, como la sacristía, se reducía a sendos armarios colocados en el ábside y embutidos con frecuencia en el muro.

En uno se guardaban los libros y en el otro los vasos y ornamentos sagrados.

La protección de Constantino a la Iglesia cristiana quedó clara cuando no permitió que en la nueva capital, Constantinopla, por él creada en el lugar que ocupaba la antigua ciudad griega de Bizancio, junto al Bosforo, se establecieran cultos paganos.

Construyó grandes templos cristianos y, preocupado por la falta de libros religiosos, escribió a su consejero Eusebio de Cesárea encargándole la confección de 50 códices de las Divinas Escrituras, escritos en pergamino de primera calidad, que pudieran leerse fácilmente.

El encargo se hizo y los ejemplares se confeccionaron en dos tamaños, unos en terniones, los de gran tamaño, y otros en cuaterniones, los de tamaño menor.

Naturalmente, no se ha conservado ninguno de estos códices, pero de su forma podemos darnos una idea con el Códice Sinaíti-co, adquirido hace medio siglo a las autoridades soviéticas por el British Museum, que contenía el Antiguo y Nuevo Testamento.

Lo encontró, a mediados de la pasada centuria, cuando parte de sus hojas estaban en una cesta como papelote, el profesor ruso Constantino Tischendorf.

Está escrito sobre pergamino con letra uncial, unas páginas a dos columnas y otras a cuatro, y parece ser de la segunda mitad del siglo IV.

Similares a él son otros viejos códices denominados Vaticano, Alejandrino y Serraviano, que contienen el Antiguo Testamento

.Constantino creó una gran biblioteca, con el doble carácter de latina y griega que tenían las bibliotecas establecidas anteriormente en Roma.

Tuvo un rápido crecimiento, fue consumida por el fuego al siglo y medio de su existencia, cuando contenía, según algunas informaciones, más de 100.000 volúmenes, y rápidamente restaurada.

Otro emperador, Constancio, creó, hacia el 356, una gran biblioteca con su correspondiente escritorio para la escuela de enseñanza superior que para las enseñanzas seculares existía en Constantinopla, donde no se enseñaba teología, sino literatura, ciencia y filosofía, pues su finalidad era la formación de los futuros funcionarios.

Había en ella una variadísima colección de obras clásicas de primera categoría y también de otros muchos escritores no tan importantes

Son pocas las bibliotecas cristianas de que tenemos noticias concretas.

Por ejemplo, de la que formó en la primera mitad del siglo ni en Jerusalén su obispo Alejandro, que fue utilizada por Eusebio de Cesárea para su Historia Eclesiástica.

Más importante, al parecer, fue la que a finales de esa centuria reunió en Cesarea de Palestina el discípulo de Orígenes, Panfilo, hombre, según San Jerónimo, cuyo interés por la creación de su biblioteca puede compararse con el de Demetrio de Falero y de los Pisístrato.

Su fama no descansó tanto en la cantidad de obras que poseía como en la calidad de algunas.

En esta biblioteca se conservaba quizá el original hebreo del Evangelio de San Mateo y la mayoría de las obras de Orígenes. Allí acudió San Jerónimo para consultar estas últimas y especialmente colacionar la Hexapla, edición del Antiguo Testamento hecha por Orígenes, con el texto, y de ahí el nombre, dispuesto en seis columnas.

Las dos primeras contenían el texto hebreo, una en caracteres hebreos y otra transcrita en caracteres griegos.

Las cuatro restantes daban las versiones griegas más famosas: Aquila, Símaco, LXX y Teodoción.

San Agustín en su lecho de muerte (430) recomendó que la biblioteca de la Iglesia de Hipona fuera conservada por sus sucesores.

También tenemos noticias, por haber trabajado en él San Jerónimo, del Archivum construido en Roma por el papa San Dámaso (366-384) y adornado con pórticos, como las bibliotecas romanas, cuyo destino principal fue la custodia de los documentos pontificios, pero en el que estarían depositadas obras religiosas y literarias valiosas.

Como es natural, en las bibliotecas cristianas como ésta, los retratos representarían, más que a los grandes escritores paganos, a los Padres de la Iglesia.

Esta breve enumeración no supone un balance de todas las bibliotecas que tuvieron los cristianos, pues biblioteca propia y grande como la de San Jerónimo y San Agustín debieron de poseer otros famosos escritores.

Precisamente San Agustín cuenta en sus Confesiones que una vez que fue a visitar a San Ambrosio lo encontró leyendo en su biblioteca y quedó sorprendido porque leía en voz baja.

También debieron de tener biblioteca escritores de la Iglesia oriental como Clemente de Alejandría, San Basilio, San Juan Crisóstomo y los dos San Gregorio, Niceno y Nacianceno, en Oriente.

Fuente Consultada:
Historia de las Bibliotecas - Biblioteca del Libro -  de Hipólito Escolar - Capítulo 4 - Fundación Germán Sanchéz Ruiperez

Bibliografía Utilizada por el Autor:
Bruce, Lorne D.: «The Procurator Bibliothecarum at Rome», The Journal of Library History, Spring, 1983.
Bilke, O. A. W.: Román Books and their Impact, Leeds, 1977.
loberts, C. H.: «The codex», en Proceedings of the British Academy, 1954.
rurner, Eric G.: The Typology of the Early Codex, Philadelphia, 1977.

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