Leyenda de Icaro y Dédalo:Descripcion del Mito Griego
Leyenda de Ícaro y Dédalo
Minos, rey de la isla de Creta, había llamado a su corte a un arquitecto genial para construir un palacio donde pensaba confinar al Minotauro, horrible monstruo mitad hombre y mitad toro, que se nutría de carne humana y había nacido de la unión de Pasifae con un toro.
El arquitecto se llamaba Dédalo.
El palacio que construyó era tan complicado que quien se aventuraba por sus laberintos perdía el sentido de la orientación: erraba por salas, galerías, escaleras y pasajes que parecían no conducir a ninguna parte; vagaba sin la esperanza de retornar a la luz.
Pero Dédalo no imaginaba que este laberinto, que debía llevar su nombre, llegaría a ser su propia prisión.
Efectivamente, Minos lo hizo encerrar en él para castigarlo por la ayuda que prestó a Teseo cuando éste combatió contra el Minotauro, y acaso también porque temía que el astuto arquitecto revelara el plan del edificio.
Pero Dédalo estaba acompañado por su hijo Icaro, y para devolverle la libertad, el ilustre prisionero preparó un plan de evasión.
Ya que cada puerta estaba celosamente guardada por un centinela, el cielo era el único camino hacia la libertad.
Pero sólo los pájaros podían moverse en el aire.
Después de haber meditado largamente, Dédalo creó un aparato que debía permitirles volar.
En realidad era un abarato muy simple, compuesto por dos alas semejantes a las del murciélago, pero a la medida del hombre.
Para sujetarlas a la espalda, Dédalo empleó cera, materia que consideró suficiente para unir las distintas partes de su mecanismo.
El día que ambos pares de alas estuvieron terminados (¡cuánto tiempo necesitó el inventor para armarlas, procurándose los materiales necesarios sin despertar la sospecha de sus guardianes!), Dédalo fijó uno de ellos en la espalda de su hijo, diciéndole:
"Hoy volaremos, y como dos águilas nos elevaremos en el espacio."
Habiéndole colocado las alas, explicó a Icaro que debía mover sus brazos continuamente, porque sólo el movimiento podía sostener en el aire algo más pesado que el aire mismo.
Un día Dédalo tuvo la idea de hacer dos pares de alas para ser fijadas sobre la espalda. Precursor de Leonardo de Vinci, pensaba que el hombre podía volar si empleaba máquinas semejantes a las grandes alas de los pájaros. Cuando las alas estuvieron terminadas, burlando la vigilancia, Dédalo e Icaro lanzáronse al espacio como pájaros.
Cuando su hijo le aseguró que había comprendido y estaba dispuesto a seguirlo, Dédalo se arrojó al vacío desde lo alto de la torre donde se encontraban.
Icaro lo imitó, y ambos, batiendo las alas como pájaros, comenzaron a volar.
Debió ser una sensación maravillosa.
El padre, prudente, sabía reprimir su alegría, pero el joven, estimulado por esta fuga aérea que lo liberaba definitivamente de su prisión en Creta y lo asemejaba a los pájaros que tan a menudo había admirado en sus vuelos, abandonó toda moderación.
Olvidó los consejos de su padre.
El itinerario que Dédalo había trazado durante las largas horas de su cautiverio dirigíase hacia el norte de Grecia, donde acaso el valeroso arquitecto había nacido, y lo esperaría un familiar.
Pero la ruta prevista por Dédalo exigía sobrevolar el mar a baja altura, y casi rozando las olas.
El imprudente Icaro subía cada vez más; quería alcanzar a las estrellas contempladas en sus noches cretenses por encima de las paredes de su prisión real.
Allá arriba brillaban Orión y otras constelaciones maravillosas que parecían invitar al joven alado.
Inútilmente Dédalo trató de hacer volver a su hijo, suplicándole que descendiese junto a él, que no desafiase a los poderes siderales y no se aproximase a la espada que Orion tiene en su mano ni a la pedrería que constituye la Osa Mayor.
El joven no lo oía, porque la distancia que lo separaba de su padre era demasiado grande, y tampoco sospechaba el peligro a que se exponía prosiguiendo su ascensión hacia el sol.
El imprudente hijo de Dédalo, continuando su ascensión, y olvidando los consejos de su padre, quería alcanzar las estrellas, pero no se percató que los rayos del sol fundían la cera que unía las plumas de sus alas.
Dédalo, rezagado en las capas inferiores de los cielos, gritaba, pero su voz no alcanzaba a su hijo temerario.
¡Oh, cuánto mejor hubiese sido permanecer cautivo en Creta y no construir ese maldito par de alas!.
Los dos evadidos habían llegado en su vuelo más allá de las Cícladas; Paros, la de mármoles raros, y Délos, amarrada por cadenas de plata, habían quedado atrás hacía mucho tiempo, y oteábanse las Espórades.
Allí estaba Calinos, allí Samos y allí Quío.
Podían haber descendido en una de estas islas y gozar en ella la libertad negada por Minos.
Pero Icaro continuó elevándose hasta alcanzar tal altura que los rayos del sol fundieron la cera y las plumas se desprendieron dispersándose sobre las olas.
Y como el esqueleto de las alas no podía por sí solo sostenerlo, el desdichado precipitóse al mar entre Quío y Cos.
Impotente para auxiliarlo, Dédalo presenció el trágico fin de su hijo.
Desesperado, prosiguió su vuelo hasta la isla de Quío.
Pero ¿qué alegría podía darle la libertad conquistada, ahora que había perdido a su querido hijo?.
Más tarde, este brazo de mar que separa la isla de Quío de la de Cos tomó el nombre de mar Icáreo, en recuerdo del joven héroe legendario que perdió la vida víctima de su excesiva audacia.
Fuente Consultada:
LO SE TODO Tomo II Editorial CODEX - Mitos y Leyendas: Dédalo e Icaro
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