Grandes Teorías Científicas de la Historia

Grandes Teorías Científicas de la Historia

grandes teorias cientificas de la historia

Lista de Maravillosas Teorías

1-Teoría Planetaria Heliocentrica
2-1687: Ley de Gravitación Universal
3-1859: Teoría de Evolución del Hombre
4-1911: Modelo Planetario del Atomo
5-1905: Teoría de la Relatividad Especial
6-1948: Teoría del Big Bang
7-1953: Teoría Estructura del ADN
8-1912: Teoría Placas Tectónicas

 ► La Revolución Científica

Los Primeros Pasos de la Ciencia

Podemos decir que hubo una Revolución Científica iniciada en Europa a mediados del siglo XVI y que la misma no fue completamente espontánea ni autóctona, sino que fue el resultado de la recuperación, en Europa, de los conocimientos clásicos a través de textos árabes, que incorporaban además los nuevos descubrimientos del Islam y presentaban conceptos científicos y matemáticos orientales, especialmente de la India.

China, por su parte, aportó cuatro inventos básicos: la fabricación del papel, la imprenta de tipos móviles, la pólvora y la brújula.

La Revolución Científica tuvo un carácter doble.

Por un lado, fue intelectual, pues cuestionó los dogmas establecidos y propuso nuevas interpretaciones de ideas antiguas.

Por otro, buscó el conocimiento no sólo mediante la observación de los fenómenos naturales, sino a través de experimentos deliberadamente concebidos.

El movimiento era imparable, lo cual no significa que no encontrara una oposición considerable.

En el siglo XVII, Galileo estuvo a punto de morir en la hoguera de la Inquisición por atreverse a apoyar la teoría heliocéntrica del universo, presentada por Copérnico en 1543 en su monumental obra De revolutionibus orbium celestium (De las revoluciones de las esferas celestes).

A mediados del siglo XIX, la teoría de Darwin sobre la evolución fue blanco de los más encarnizados ataques de la Iglesia por motivos puramente teológicos, ya que las pruebas científicas se consideraban irrelevantes.

En 1940, el genetista ruso N.I. Vavilov fue confinado en un campo de concentración, donde murió, porque sus ideas, científicamente incuestionables, eran incompatibles con el materialismo dialéctico del comunismo.

La esencia de la nueva ciencia era su objetividad: la validez de cualquier experimento podía ser comprobada por cualquier otro investigador.

Era también acumulativa: cada nuevo avance se basaba en hechos ya establecidos.

De esta forma se fue desarrollando un volumen cada vez mayor de conocimientos sobre la naturaleza del mundo que nos rodea.

Pero la objetividad dejaba también espacio para la imaginación que, además, se volvió necesaria.

La simple colección de hechos resulta improductiva; el verdadero progreso se produce cuando alguien cae en la cuenta de que ciertas observaciones siguen una pauta determinada y de que todas se pueden acomodar dentro de un concepto teórico más amplio.

La validez o falsedad de la teoría se pueden comprobar objetivamente, a partir de las predicciones basadas en ella.

Si las predicciones resultan correctas, la posición de la teoría se fortalece; si resultan erróneas, la teoría se modifica o se abandona.

Sobre esta base, algunas teorías son sumamente efímeras, mientras que otras ganan validez.

No obstante, el único dogma de la ciencia es que ninguna teoría es inamovible, aunque, naturalmente, cuanto más firmemente establecida y amplia sea una teoría más sólidas deben ser las pruebas presentadas para refutarla.

En estos conceptos reside la singularidad de la ciencia como disciplina intelectual. Es una organización coherente y sistemática de conocimientos construida de generación en generación; es objetiva por oposición a subjetiva, y se puede someter a prueba en cualquier momento y en cualquier lugar del mundo.

Pero esta desapasionada objetividad que constituye la fuerza de la ciencia ha sido también un motivo de críticas.

Se dice que la ciencia no hace nada por responder a los interrogantes filosóficos fundamentales que han preocupado a la humanidad desde los albores de la civilización: la naturaleza del bien y del mal, los méritos de las diferentes creencias religiosas, los derechos del hombre, las sutilezas de la naturaleza humana...

Es cierto, pero la respuesta es sencilla: los científicos se preguntan «cómo» y dejan el «por qué» para los filósofos.

El método científico ha sido extraordinariamente eficaz para revelar el funcionamiento del mundo físico, pero no existen razones para suponer que sea igualmente eficaz en el terreno metafísico.

Cuando los científicos abandonan su rígido marco profesional, sus opiniones sobre estas cuestiones son tan dispares y apasionadas como las de todo el mundo.

Si bien el objetivo último de la ciencia es descubrir las leyes que gobiernan el mundo que nos rodea, los filósofos naturales no tardaron en comprender que los conocimientos así adquiridos se podían aplicar para fines prácticos.

En el momento de su fundación, en 1662, la Royal Society de Londres definió específicamente su responsabilidad de «promover, por la autoridad de los experimentos, las ciencias de la naturaleza y de las artes prácticas (...) en beneficio de la raza humana».

En Francia, donde en 1666 se fundó la Académie des Sciences, la importancia concedida a los aspectos prácticos de la ciencia era todavía mayor y los académicos recibían una pensión estatal para dedicarse a sus investigaciones.

Llegamos de esta forma, a través de la ciencia y los científicos, a la tecnología.

Históricamente, como hemos señalado, era diferente de la ciencia aplicada, aunque solamente fuera porque ya existía mucho antes de que apareciera la ciencia en el sentido moderno. Si bien la convergencia ha sido notable durante el presente siglo, los dos conceptos siguen sin ser sinónimos.

La dificultad para definir la tecnología en términos precisos refleja el hecho de que su significado, al igual que el de otras muchas palabras similares, no sólo ha cambiado a través de los años sino que continúa cambiando.

Transcurridos más de tres siglos, resulta imposible establecer lo que tenían en mente los 40 miembros originales de la Royal Society cuando hablaban de las «artes prácticas» que habían de progresar con la aplicación del conocimiento científico.

Por las actas de sus reuniones resulta evidente, sin embargo, que pensaban sobre todo en la mecanización de los procesos industriales, que ya estaba comenzando y que alcanzaría su punto culminante con el inicio de la Revolución Industrial, un siglo más tarde.

Así pues, se puede decir que sus «artes prácticas» equivalían aproximadamente a la tecnología de la época.

A principios del siglo XVIII, lo más importante era aún la ingeniería, tal como se desprende de la obra de Phillips, Technology: a descríption of Arts, especially the mechanical (1706).

Pero la gran obra del siglo XVIII en este campo fue la enorme y completa Enciclopedia de Denis Diderot, publicada en Francia en 28 volúmenes (1751-1772).

Dos de sus tomos estaban dedicados a las ilustraciones, en hermosas láminas que según los editores no sólo reflejaban la ciencia y las artes mecánicas sino las «artes liberales», es decir, la fabricación del vidrio, el trabajo del cuero, la agricultura, la panadería, la elaboración de cerveza y la fabricación de jabón.

En 1866 apareció la obra menor, pero aun así sustancial, de Charles Tomlinson: Cyclopaedia of Useful Arts, Mechanical and Chemical Manufactures, Mining and Engineeríng, que nos acerca mucho más al concepto moderno de tecnología, término que abarca las antiguas técnicas, todavía ampliamente empíricas, y la aplicación de la ciencia a las artes prácticas y a la industria en el sentido más amplio.

No obstante, todavía se percibía una distinción entre los dos conceptos.

Así pues, cuando en 1853 se fundó en Londres el Museo de la Ciencia, quedó bajo la responsabilidad del Departamento de Ciencias y Artes Aplicadas, siendo su nombre completo Museo de la Ciencia y de la Industria.

Más adelante, en 1882, tuvo lugar una reorganización del departamento, que pasó a llamarse Departamento de Ciencias Aplicadas y Tecnología.

Fuente Consultada: El Estallido Científico de Trevor I. Williams.


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