Historia del Lanzamiento Bomba Atomica en Hiroshima
Historia del Lanzamiento Bomba Atómica en Hiroshima
El 16 de julio de 1945, una gran bola de fuego se elevó en el cielo sobre el campo de pruebas de Alamogordo, en el desierto de Nuevo México (EE UU),
Con la prueba «Trinity» culminaban décadas de estudio de la estructura atómica y la naturaleza de la radiactividad.
Con una energía equivalente a 16.000 toneladas de TNT, fue la primera explosión nuclear artificial, anuncio de una tecnología que cambiaría el mundo, para bien o para mal.
La era nuclear pudo haber nacido en Alemania nazi si Hitler hubiera prestado mas atención al trabajo de sus científicos.
En diciembre de 1938, en el Instituto de Química Kaiser Guillermo , de Berlín, Otto Hahn y Fritz Strassman , despues de seis años de experimentos, lograban escindir el átomo de uranio, proceso hasta entonces considerado contrario a la ley natural.
Su trabajo implicaba la posibilidad de una reacción en cadena controlada y la liberación de inmensas cantidades de energía.
El Fatal Hongo Nuclear
Por el mundo científico se extendió rápidamente la noticia de este hallazgo: el gran físico danés Niels Bohr se enteró por dos colegas que habían huído de los nazis.
A principios de 1939, Bohr marchó a los Estados Unidos y comunicó sus conocimientos a los científicos americanos.
Los más notables eran dos físicos refugiados, el italiano Enrico Fermi y el húngaro Leo Szilard.
Pero los esfuerzos para convencer al gobierno estadounidense de las posibilidades militares del átomo rindieron escaso fruto, hasta que Szilard logró persuadir a Albert Einstein, el científico más famoso de América y también judío alemán refugiado, para que firmara una carta dirigida al presidente Franklin D. Roosevelt en el mes de octubre de 1939.
El Poder del Atomo
Aunque Roosevelt estaba en teoría convencido, durante los dos años siguientes el avance de la investigación atómica patrocinada por el gobierno fue lenta e irregular.
Aun así, el proceso había comenzado y en 1939 la cuestión a la que se enfrentaban los científicos no era la de construir armas atómicas, sino cómo conseguirlas antes de los nazis.
Por fin, el 6 de diciembre de 1941 —un día antes del ataque japonés a Pearl Harbor—, Vannevar Bush, jefe del Departamento de Investigación y Desarrollo Científico de los EE. UU., lograba la aprobación presidencial de un plan de acción total en el ámbito de la investigación atómica.
El programa científico-militar-industrial que siguió fue característico de Estados Unidos, con su relativa invulnerabilidad ante un ataque, su enorme capacidad industrial y su fe en la ciencia y la tecnología.
Los físicos nucleares sabían, al menos en teoría, que podían someterse a una rápida fisión, o reacción en cadena, cantidades suficientes de dos derivados del uranio, el U-235 y el elemento plutonio, fabricado por el hombre.
• ► Proyecto Manhattan
El 17 de septiembre de 1942, el general Groves fue nombrado jefe del supersecreto y superprioritario Proyecto Manhattan,para iniciar la construcción de una bomba atómica.
Groves reclutó a dirigentes industriales y a científicos galardonados con el premio Nobel, obtuvo del Tesoro 2.000 millones de dólares en fondos secretos, impuso secreto total a los miles de operarios empleados en el proyecto y seleccionó los parajes aislados donde se realizaría el trabajo.
En la primavera de 1943, en Los Alamos (Nuevo México), donde el trabajo era más peligroso y las medidas de seguridad más estrictas, un equipo dirigido por Oppenheimer emprendió el diseño de una bomba viable que cupiese en el nuevo bombardero de largo alcance B-29, al poco tiempo y bajo un hermetismo total la bomba estaba lista para ser probada.
El 16 de julio de 1945, en un escondido paraje de la base aérea de Alamogordo, en Nuevo México —lugar al que Oppenheimer hacía llamar «Trinity»—, se probó la primera bomba de plutonio.
Conocida en clave como «Fat Man» (Gordo) porque su perfil rechoncho recordaba al de Churchill, la bomba superó todas las previsiones.
(La bomba de U-235 no se probó nunca porque los científicos confiaban que funcionaría bien.)
La última etapa de la Segunda Guerra Mundial, conocida como guerra en el Pacífico, fue encarnizada y la reconquista de las islas y posiciones continentales en poder de los japoneses costó miles de víctimas.
Aunque en retroceso, las tropas japonesas se defendían con furor suicida y ello llevó a suponer que la conquista del archipiélago nipón tendría un alto coste en vidas de soldados norteamericanos.
Esta fue una de las razones que adujo el presidente norteamericano, Harry S. Traman para ordenar el lanzamiento de dos bombas atómicas sobre las ciudades japonesas de Hiroshima, el 6 de agosto de 1945, y Nagasaki, tres días después; el tremendo poder destructivo de aquellos ingenios nucleares produjo en cada una de estas dos ciudades cerca de 250.000 muertos, aunque propició que el 14 de agosto cesaran las hostilidades y a que, el 2 de septiembre, a bordo del acorazado norteamericano Missouri, surto en la rada de Tokio, los emisarios del emperador Hiro-Hito firmaran la capitulación "sin condiciones" de Japón.
Símbolo de la Destrucción Nuclear
Convencidos los Estados Unidos de que la lucha con el Japón podría prolongarse demasiado, se decidió probar la fuerza disuasoria de las bombas atómicas, y primero Hiroshima y después Nagasaki sufrieron las consecuencias de la explosión nuclear, lo que provocó la inmediata rendición de los japoneses. En la fotografía, la llamada "cúpula atómica ", que se conserva en Hiroshima como recuerdo de la tragedia.
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HISTORIA DEL LANZAMIENTO DE LA BOMBA
El Plan Secreto
H I R O S H I M A: El día 5 de agosto de 1945, en la base de Tiniaii, una isla de las Marianas a 200 km. de Guam, una tripulación de B-29 -la famosa superfortaleza volante- integrante del 509.
Grupo Mixto y preparada desde muchos meses antes en la base secreta de Wendover, en Utah, para una misión espacialísima, esperaba llena de ansiedad la llegada de una orden.
El entrenamiento había sido durísimo y realizado en el más absoluto aislamiento.
La tripulación la encabezaba el coronel Paul Tibbets, veterano jefe de grupo de B-17 con múltiples misiones en Europa y el norte de África y que había sido elegido por sus excepcionales cualidades técnicas y personales.
Él había escogido como hombre de la más absoluta confianza, para acompañarle en la misión, al oficial bombardero Tom Ferebee, experto en el bombardeo por medios visuales, y al oficial de derrota Ted van Kirk, llamado «Dutch», navegante peritísimo.
Durante meses habían hecho prácticas de lanzamiento de una rara bomba a la que se llamaba familiarmente "La Cosa", un enorme cilindro dotado de cola, cuyo contenido explosivo era un arcano para casi todos.
Sólo Tibbets estaba en el secreto de su carga nuclear y, llegado el momento del lanzamiento, la pregunta que le obsesionaba era: ¿la deflagración alcanzaría a volatilizar el avión portador de la bomba? «No obstante confesaría después el propio Tibbets yo confiaba plenamente en los científicos y sabía que sus cálculos eran de una precisión total.
Ellos me habían explicado que, en el instante de la explosión, mi avión se habría alejado 17 kilómetros del punto cero en relación con la trayectoria de la bomba.
Por otra parte, en cuanto al problema de la onda provocada por la bomba, los ingenieros aeronáuticas me aseguraron que mi superfortaleza soportaría un choque de 2 g, es decir, el doble de su propio peso.»
Aquel día 5 se llegaba a la fecha de la gran decisión, porque los meteorológicos habían pronosticado que el período entre el 6 y el 9 de agosto ,cría el más favorable para realizar el bombardeo desde el cielo japonés.
Un Brillante Científico
Robert J. Oppenheimer nació en 1904, en Nueva York, siendo hijo de un emigrante alemán llegado a América a los 14 años y que posteriormente haría fortuna en negocios textiles.
Desde su más temprana infancia, Oppenheimer demostró poseer una inteligencia privilegiada.
Sus estudios superiores los cursó en Harvard, simultaneando las humanidades con la física y la química.
Dotado de una gran ansia de saber, y con una extraordinaria capacidad para asimilar conocimientos, se interesó por el pensamiento oriental, estudió el hinduismo y llegó a dominar el sánscrito, aparte de numerosas lenguas vivas.
En 1925 se diplomó cum laude en Harvard. Posteriormente, amplió estudios de física en Cambridge con Rutherford, en Gotinga con Born y Dirac y más, en Zurich Leyde.
Su brillantez intelectual y la profundidad de sus estudios le hicieron perfilarse como un científico de gran porvenir, que había encontrado su camino en la más fascinante empresa que en la década de 1930 se le podía proponer a un físico: la investigación atómica.
En 1929 empezó a dar clases de física en la Universidad de Berkeley, donde dispuso de un importante laboratorio de investigación.
Alineado entre los intelectuales americanos de ideas socialmente progresivas, Oppenheimer no hizo un secreto de su antifascismo ni de su filomarxismo, aunque no llegara a militar en el partido comunista.
En el período anterior a la Segunda Guerra Mundial, mantuvo una relación íntima con una doctora, conocida militante del comunismo.
En 1942 -a los 38 años- le ofrecieron la supervisión y el control global del proyecto Manhattan y la dirección del super laboratorio de Los Alamos.
La oportunidad de tener a su alcance la construcción del ingenio más poderoso de todos los tiempos fue tentación que venció todos los escrúpulos morales de Oppenheimer.
Durante el proceso de fabricación de la bomba volvió a tener contacto con su antigua amiga, la militante comunista, hecho que no escapó al conocimiento del general Groves, responsable máximo de la seguridad.
El general, tras una conversación afondo con Oppenheimer, se aseguró de que éste había roto sus relaciones con la extrema izquierda y, valorando la importancia proyecto lo confirmó en el cargo.
El éxito alcanzado con la fabricación de bomba y sus efectos sobre Japón hicieron que Oppenheimer fuera exalta do por la prensa y la opinión pública americana como el hombre que había hecho posible el victorioso final de guerra.
Ante el problema moral suscitad por la carrera atómica, Oppenheime descubrió el personaje hamletiano qu llevaba dentro, manifestándose pes a sus reparos íntimos en pro de continuidad de las investigaciones.
Por eso constituyó una gran sorpresa el saberse, en octubre de 1945, que abandonaba la dirección de Los Alamos y volvía a la enseñanza.
En 1947 fue designado director del Instituto Estudios Superiores de Princeton y entró a formar parte de la Comisión de Energía Atómica.
Cuando en 1950 el presidente Truman ordenó la construcción de la bomba de hidrógeno, Oppenheimer, una vez más, se mantuvo en una duda atormentada por el alcance de la carrera nuclear, pero sin alinearse entre los opositores.
En 1954, al llegar el período de la «caza de brujas», Oppenheimer fue acusado de «actividades antiamericanas» por haber mantenido relaciones con elementos comunistas.
Con arreglo a las prácticas utilizadas por la Comisión de Encuesta, se le declaró «indeseable para toda función que supusiese un acceso a secretos militares».
Pese a la protesta de gran número de científicos, Oppenheimer hubo de sufrir años de ostracismo oficial.
Durante ellos, no obstante, continuó trabajando en la Universidad y dando conferencias.
En 1958 viajó a París, fue recibido en la Sorbona y el Gobierno francés le otorgó la Legión de Honor, todo lo cual e una especie de desagravio al que se asociaron los científicos europeos.
Fermi científico que realizó las primeras experiencias atómicas
En 1963 fue rehabilitado y se le otorgó el premio Fermi, el más alto galardón que se concede a los destacados en la investigación nuclear.
Falleció en 1967, en Princeton.
Su vida fue una demostración del enfrentamiento del hombre de ciencia con unos problemas éticos y morales que le desbordan.
El mito del «aprendiz de brujo» tuvo en el patético destino de Oppenheimer su más patente manifestación.
En el verano de 1939, la energía nuclear había desvelado ya sus inmensas posibilidades destructivas.
La fisión del uranio, llevada a cabo por primera vez por Enrico Fermi, iba acompañada por un desprendimiento enorme de energía.
Pero esto no era todo: si la fisión del primer núcleo podía emitir varios neutrones, cada uno de éstos podía provocar la fisión de otro núcleo, que a su vez al fisionarse emitía...
Era la reacción en cadena prevista por Joliot y Szilard.
La idea de estar ante una fuente de energía inimaginable, la posibilidad de tener al alcance la preparación de una mítica fuerza explosiva, sobrecogió a los físicos que habían llegado a abarcar teóricamente los efectos de la fisión en cadena.
Pero se estaba en 1939. Muchos físicos, investigadores del átomo, habían abandonado Alemania por su condición de judíos.
Otros, como el italiano Fermi, habían emigrado en desacuerdo con el fascismo que imperaba en su país. Y todos ellos se habían refugiado en Estados Unidos.
La idea de que los sabios alemanes que habían quedado en su tierra pudieran preparar el arma atómica era una suposición que podía hacer de Hitler el amo del mundo.
Ante esta temible eventualidad, Leo Szilard, un científico atómico húngaro refugiado en Norteamérica, pidió a Albert Einstein que llamase la atención del Gobierno americano sobre el peligro que amenazaba, si los nazis conseguían preparar una bomba atómica.
Entre dudas y reticencias, el tiempo pasó.
Entre tanto, los ensayos y las investigaciones nucleares habían proseguido en Princeton, en Berkeley, en Columbia...
En 1941, los japoneses atacaron Pearl Harbor.
Estados Unidos era ya un país beligerante.
Ello precipitó la decisión.
En agosto de 1942 se llegó a un acuerdo para unir esfuerzos entre el Gobierno americano y el británico a fin de comunicarse sus investigaciones, y el Ejército americano recibió el encargo de dar prioridad absoluta, acelerando, coordinando y recabando cuantos recursos fueran necesarios para realizar un proyecto al que se le puso el nombre clave de « Manhattan».
Su objetivo era fabricar la primera bomba atómica.
En el otoño de 1942, el general Leslie Groves, que había sido designado responsable del proyecto, se entrevistó secretamente con el físico Robert J. Oppenheimer, un brillante investigador cuyas cualidades personales de animador, capacidades de coordinador y poder de captación le hacían especialmente idóneo para dirigir en lo técnico la suma de esfuerzos que iba a representar el proyecto.
El lugar elegido para situar la planta de acabado fue Los Alamos, en Nuevo México, lejos de cualquier centro habitado.
En la bomba se puso a trabajar un ejército de científicos, de técnicos, de militares: directa o indirectamente, más de cien mil personas, la mayoría ignorantes de la finalidad real de su trabajo.
La movilización fue total. Todos los recursos disponibles se pusieron al servicio de la gigantesca empresa.
Cientos de millones de dólares se gastaron en un esfuerzo tecnológico que abarcó una colosal Planta construida en Tennessee, un grandioso laboratorio en la Universidad de Columbia, una enorme instalación en Oak Ridge, otra en Hanford.
La Planta Atómica de Los Alamos
Y en Los Alamos, junto a la planta atómica, surgió una ciudad habitada por los científicos y sus familias.
Era difícil que aquella dispersión no traicionara el secreto exigido. P
ero los severísimos controles y la más estricta vigilancia evitaron cualquier filtración.
Al principio se creyó que la bomba estaría lista en un año, pero se llegó a 1944, con el proceso muy avanzado.
La evidencia de que Alemania no podría ya obtener la bomba y el sesgo favorable de la guerra contra Japón decidieron al científico danés Niels Bohr, premio Nobel de Física, a dirigir un memorándum al presidente Roosevelt previniéndole contra «la terrorífica perspectiva de una competencia futura entre las naciones por un arma tan formidable».
Pero el mecanismo infernal no podía ya detenerse.
La posesión de la bomba era un objetivo demasiado codiciado.
En julio de 1945, todo estaba listo para la gran prueba.
En Los Alamos se hallaban Oppenheimer, Bohr, Fermi, Bethe, Lawrence, Frisch... toda la plana mayor de los sabios nucleares.
El día 16, a las dos de la madrugada, las personas que debían intervenir en la primera prueba estaban en sus puestos a varios kilómetros del punto cero. Se fijó la hora H para las 5 de la madrugada.
A las 5.30, una luz blanca, radiante, mucho más brillante que el sol del mediodía, iluminó el desierto, las montañas en la lejanía...
Adaptar la superfortaleza volante B-29
La superfortaleza volante B-29, fabricado por Boeing, fue el mayor avión construido durante la Guerra Mundial.
Proyectado en 1939 y tras un período de prueba en el que tuvieron que superarse múltiples deficiencias técnicas, las primeras entregas a ultramar se hicieron en marzo de 1944.
Intervino, decisivamente en las operaciones aéreas contra Japón y Alemania.
Fue el primer gran bombardero construido en serie dotado de compartimentos presurizados.
También fue el primero que dispuso de un sistema centralizado y sincronizado de tiro de las ametralladoras.
Sus dimensiones eran gigantescas: longitud, 30 metros; envergadura, 43 metros.
Iba equipado con cuatro motores Wright de 2.200 HP de potencia, que le daban una velocidad máxima de 585 kilómetros por hora a 7.600 metros de altitud.
La velocidad de crucero de gran alcance era de 350 kilómetros a la hora, siendo su radio de acción de más de 8. 000 kilómetros y su techo de servicio de 9.700 metros. Su tripulación estaba integrada por 11 hombres.
Su armamento constaba de 10 ó 12 ametralladoras y un cañón de 20 Mm. y su carga explosiva podía ser de cuatro bombas de 1.800 kilos u ocho de 900 kilos.
Para cargar la bomba de uranio, el Enola Gay hubo de acomodar su bodega, dado que las dimensiones del ingenio superaban los 70 cm. y ,de diámetro los 3 m de longitud.
La acción más espectacular y destructiva en la que participaron los B-29 fue el bombardeo realizado en la noche del 9 al 10 de marzo de 1945, Por 279 aparatos de este tipo sobre: Tokio.
En una sola noche, las superfortalezas destruyeron casi 25 kilómetros cuadrados del centro de la capital japonesas arrasaron el 25 % de los edificios de la ciudad.
Cerca de 85.000 personas perdieron la vida y otras tantas ,resultaron heridas, mientras que un millón de habitantes ,de Tokio quedaron sin hogar.
El día de la rendición de Japón, las fuerzas aéreas norteamericanas tenían en servicio 3.700 bombarderos del tipo B-29.
Las superfortalezas todavía tuvieron una importante participación en la guerra de Corea; pero en 1955, con la puesta en servicio de los grandes bombarderos a reacción B-47 y B-52 y la del B-36 mixto, los B-29 fueron retirados definitivamente.
En esencia, la bomba atómica es un reactor o pila nuclear que no utiliza moderador (es decir, ninguna sustancia que frene las partículas emitidas por el elemento radiactivo) y en la que se origina una reacción en cadena.
Dos trozos de material radiactivo (uranio 235 en la Little Boy que se lanzó sobre Hiroshima y que aparece en la fotografía inferior,- plutonio 239 en la Fat Man que se lanzó sobre Nagasaki), de masa inferior a la crítica (es decir, a la masa a la que la reacción en cadena se produce de forma espontánea) y separados por un espacio vacío, son impelidos a chocar entre sí mediante la explosión de dos cargas convencionales, de forma que la nueva masa resultante es superior a la crítica, produciéndose la reacción nuclear.
Efectos a partir del centro:
Dependiendo de su tamaño, los efectos de una deflagración nuclear, se expanden en círculos concéntricos a partir del punto de impacto, que normalmente se encuentra situado a cierta altura sobre el terreno.
El círculo más exterior es, lógicamente, el de menor destrucción y la causa principal de ésta es la radiación térmica, que produce una «tempestad de fuego», quemaduras e incendio.
En el círculo intermedio, donde la causa principal de destrucción es la onda de la explosión (expansión y choque), se producen derrumbamientos, roturas de conducciones de gas y agua, proyección de cascotes y cristales, etc.
Finalmente, en el círculo interior, la destrucción es total a calísa de las enormes temperaturas (en Hiroshima, 17.000 personas «desaparecieron» carbonizadas y pulverizadas) y la radiación mortal.
Los diámetros de estos círculos varían; por el . ejemplo, en una bomba de cien kilotones (unas siete-cinco veces la de Hiroshima) son de dentro a fuera:2,5 km., 8 km. y 16 km.
Plan de vuelo
El vuelo tenía prevista la hora de despegue para las 2.45 de la madrugada del día 6, esperándose alcanzar el objetivo -que podía ser Hiroshima, objetivo prioritario, o bien Kokura o Nagasaki- seis horas después, es decir a las 8.15, hora exacta que se había precisado en función de las previsiones de la meteorología.
Tres superfortalezas acompañarían en el despegue al Enola Gay.
Una de ellas tendría como misión el dar los datos meteorológicos en el último momento y ya sobre el espacio aéreo japonés, designando en función de este factor la ciudad que quedaría marcada por el fatal destino de sufrir el comienzo de la era atómica.
En los otros dos aviones viajarían los científicos encargados de observar y registrar los efectos de la bomba.
Al término de la exposición del plan de vuelo, Tibbets anunció con voz grave que le era necesario dar una información adicional del más alto interés.
Y habló de que se trataba de lanzar una bomba cuyos efectos significarían muy probablemente la derrota de Japón y el fin de la guerra.
Tibbets, sin embargo, se abstuvo de mencionar el calificativo de «atómica» aplicado ala bomba, pero precisó que la potencia del infernal ingenio equivaldría a la de 20.000 toneladas de trilita.
Sus palabras causaron una impresión profunda en la tripulación, a la que se había incorporado el copiloto Bob Lewis, el ametrallador de cola Bob Caron y de la que formarían parte tres personas más: el capitán Parsons -ya citado- y su ayudante el teniente Morris Jeppson, quienes tendrían a su cargo el activado de la bomba una vez en vuelo; y a ellos se añadiría el teniente Beser, especialista en electrónica.
El despegue hacia un objetivo desconocido
Y llegó el momento decisivo. A la 1.45 de la madrugada despegó el B-29 destinado a la misión meteorológica. Los otros despegarían después.
A las 2.15, el B-29 modificado para que en su bodega cupiera la bomba de uranio 235, a la que se había bautizado con el nombre de Little Boy («Muchachito»)
Entre una hilera de cámaras , iluminado por potentes estaba en la cabecera de la pista probando a plena potencia sus cuatro motores Wright de 2.200 caballos de por que querían registrar el histórico acon proyectores, el Enola Gay arrancó de la pista con los cuatro mil kilos de la bomba en sus entrañas.
Eran las 2.45 de la madrugada del 6 de agosto de 1945.
Alcanzada la cota de vuelo y con el rumbo puesto hacia el archipiélago japonés, Parsons y su ayudante pusieron manos a la obra en la bodega del bombardero para activar el arma nuclear.
Veinte minutos después, habían dado fin a su tarea.
Fue entonces cuando el coronel Tibbets, tras conectar el piloto automático, reunió a la tripulación y les explicó la naturaleza exacta del explosivo que llevaba a bordo.
Para aquellos hombres, hechos al cumplimiento de unas misiones bélicas destructivas, cualquier reparo moral estaba en aquel momento fuera de lugar.
Aún más, la idea de que con aquel explosivo podían acortar la guerra y ahorrar millares de vidas norteamericanas ahuyentaba cualquier escrúpulo de conciencia.
Entre tanto, el Enola Gay proseguía su vuelo sin novedad sobre la capa de nubes por encima de la zona de turbulencia. Poco a poco se iban percibiendo las tenues luces del amanecer. Se acercaba la hora del alba.
Al llegar el avión a la altura de lwo Jima, según el horario previsto, dos aparatos de escolta esperaban describiendo círculos la llegada del bombardero para, una vez avistado, ponerse a la altura del Enola Gay y seguir el vuelo juntos, hacia el objetivo.
El nuevo día empezaba a despuntar.
Un nuevo día que millares de seres humanos de una ciudad todavía ignorada no verían llegar a su crepúsculo, víctimas de una horrible muerte.
La meteorología sella el destino de Hiroshima
A las 7.09 se recibió en el Enola Gay el esperado mensaje.
Era del comandante EatherIy del Straight Flush, el avión meteorológico que les había precedido en el despegue y que en aquellos momentos volaba a 10.000 metros sobre Hiroshima.
En él se confirmaba el objetivo principal como destino de la bomba.
La ciudad, en medio de un anillo de nubes, aparecía a través de un hueco de 15 kilómetros en el que la visibilidad era perfecta.
El mensaje del Straight Flush selló el destino de la ciudad.
El navegante Van Kirk marcó el rumbo preciso para situarse en la vertical del objetivo.
Sobre Hiroshima se había despertado también el sol de la mañana de un nuevo día que -fatalmente- se anunciaba magnífico, sin nubes.
Era una ciudad con más de 300.000 habitantes, famosa por sus bellísimos sauces y que hasta aquel día, pese al sesgo desfavorable que la guerra había tomado para el Japón, no había experimentado más conmoción que el estallido de 12 bombas enemigas.
Aquella mañana despejada, sus habitantes se disponían a hacer su vida habitual.
El puerto, antes animado por los embarques de tropas, aparecía desierto, porque la siembra de minas realizada por los aviones americanos hacía que casi ningún barco fondease ahora en Hiroshima.
Fábricas, almacenes y enlaces ferroviarios trabajaban a pleno rendimiento para aprovisionar y equipar a un ejército que, muy pronto, tendría que afrontar el desembarco de los americanos en sus propias islas.
Afanada en sus quehaceres diarios, la gente prestó escasa atención a las sirenas que sonaron anunciando la presencia de un avión enemigo, un B-29 que volaba a gran altura y que, después de cruzar por dos veces el cielo de la ciudad, desapareció.
El fin de la alarma sonó a las 7.30.
Era el B-29 del comandante Eatherly, que había cumplido su misión de guía del Enola Gay.
Al cese de la alarma, la gente dio un suspiro de alivio.
Los hombres inútiles para el servicio y los estudiantes que trabajaban en la defensa pasiva creyeron que, una vez más, el azote de las bombas iba a pasar sobre Hiroshima sin dejar rastro.
Las gentes procedentes de zonas bombardeadas celebraron una vez más su buena fortuna en la elección de la ciudad que les había dado acogida.
De los hombres que participaron en los bombardeos de Hiroshima y Nagasaki, no todos salieron incólumes de esa siembra de destrucción. Veinte años después, el mayor Claude Eatherly era víctima de fuertes trastornos emocionales.
Era el hombre que, desde el avión meteorológico Straight Flush, había marcado el destino de Hiroshima señalándola como el objetivo del Enola Gay.
Eatherly, el servicio durante un de finalizada la guerra, una vez desmovilizado empezó a experimentar trastornos psiconerviosos influido por un claro complejo , de culpabilidad.
Su atormentado estado de ánimo se hizo público cuando fue detenido por provocar un gran alboroto y producir destrozos en un lugar público.
Tratado como héroe de guerra en el juicio que se le siguió, rechazó toda consideración y , pidió ser condenado, ya que se: sentía profundamente culpable.
Aquel fue el inicio de todo un proceso de autopunición, que le llevó de los tratamientos psiquiátricos a sucesivas detenciones cada vez que su conducta buscaba un motivo para ser castigado.
Su plan, como él mismo confesó, era acumular actos.
La protesta contra la sociedad que, según él, le había convertido en un asesino.
Su calvario se prolongó durante años y su figura fue esgrimida por grupos pacifistas y contrarios al uso de la energía atómica, mientras que la sociedad contra la que él se alzaba le tildaba de «loco».
Para otro aviador, la contemplación de la explosión? nuclear y la idea de las muertes producidas significó también un profundo cambio en su destino.
Fue el coronel inglés Leonard Cheshire, el piloto de bombardero más condecorado de la RAF, invitado a volar como observador en el avión meteorológico que escoltó al que bombardeó Nagasaki.
Cheshire, superviviente de más de cien misiones sobre Alemania y los países ocupados, curtido en la destrucción por las «bombas terremoto» usadas por la RAF, quedó traumatizado por los efectos de la bomba nuclear.
Y de su mente no pudo apartarse la imagen de hasta dónde puede llegar el poder destructivo que el hombre, movido por el odio de la guerra, es capaz de el ejercer contra la propia humanidad.
Terminada la guerra, pidió el retiro de la aviación, se convirtió al cristianismo y creó una fundación destinada a atender enfermos.
La hora H: 8h 15'17" del día 6
A las 7.50 hora de Tokio, el Enola Gay volaba sobre las inmediaciones de la isla de Shikoku.
A las 8.09 se divisó desde el avión el contorno de Hiroshima. Tibbets ordenó a los dos aviones de escolta que se retirasen y, por el interfono, indicó a su tripulación que se pusiera los anteojos que habían de protegerles contra el resplandor de la explosión.
A las 8.1 1, Tibbets accionó el mecanismo preparatorio para soltar a Little Boy. Faltaban menos de cinco minutos.
Debajo del Enola Gay, la ciudad de Hiroshima se veía cada vez más cerca. El apuntador Ferebee se sabía de memoria la planimetría de la ciudad.
Rápidamente encuadró su punto de mira en el lugar elegido: un gran puente sobre el río Ota.
Cuando tuvo, puso en marcha la sincronización automática para el minuto final del lanzamiento.
El plan preestablecido era lanzar la bomba a las 8.15, hora local.
Las favorables condiciones atmosféricas y la pericia de Tibbets permitieron que el avión coincidiera con el objetivo exactamente a las 8 horas, 15 minutos y 17 segundos.
En aquella hora fatídica se abrieron las compuertas del pañol y, desde una altura de 10.000 metros, el ingenio atómico inició su trayectoria genocida.
Aligerado de un peso de más de 4.000 kilos, el bombardero dio un gran brinco hacia arriba.
Tibbets marcó un picado hacia estribor y a continuación hizo un viraje cerrado de 158', a fin de alejarse al máximo del punto de explosión.
Al mismo tiempo, desde el instante del lanzamiento, Tibbets se puso a contar mentalmente los segundos calculados hasta que la bomba estallara.
Transcurridos 43 segundos, cuando el avión se encontraba a 15 kilómetros del punto del impacto, la bomba hizo explosión, accionada por una espoleta automática a unos 550 metros por encima del punto de caída y a 200 metros escasos del blanco elegido.
Una enorme bola de fuego se iba transformando en nubes purpúreas...
Repentinamente, el espacio se había convertido en una bola de fuego cuya temperatura interior era de decenas de miles de grados.
Una luz, como desprendida por mil soles, deslumbró a pesar de los lentes a Bob Caron, el ametrallador de cola, que, por su posición en el aparato, quedó encarado al punto de explosión.
Una doble onda de choque sacudió fuertemente al avión, mientras abajo la inmensa bola de fuego se iba transformando en una masa de nubes purpúreas que empezó a elevarse hacia las alturas, coronándose en una nube de humo blanco densísimo que llegó a alcanzar 12 kilómetros de altura y que adoptó la forma de un gigantesco hongo.
«Entonces nos dimos cuenta -explicaría Tibbets- de que la explosión había liberado una asombrosa cantidad de energía.»
El Enola Gay, superada la prueba de la onda de choque, viró hacia el sur y voló sobre las afueras de Hiroshima, a fin de fotografiar los resultados del histórico bombardeo.
Y entonces fue cuando la tripulación pudo comprobar la espantosa destrucción que habían sembrado.
Iniciado el vuelo de regreso, a 600 km de distancia todavía era visible el hongo que daba fe de la aparición del arma que abría una nueva y dramática era en la historia de la humanidad.
Una sensación impresionante dominaba a toda la tripulación, como si la tensión nerviosa liberada hubiera dado paso a la obsesionante idea de haber provocado una destrucción sin precedentes.
Parsons y Tibbets lanzaron entonces el mensaje que iba a conmover al mundo: «Resultados obtenidos superan todas las previsiones.»
El fin de la Segunda Guerra Mundial A las 2 de la tarde, el Enola Gay tomaba tierra en Tinian.
La noticia del éxito de la operación «Bandeja de Plata» había circulado ya por el Pacífico.
En el aeródromo estaban esperando los generales Le May y Arnold, venidos especialmente de Guam.
El presidente Truman recibió el mensaje a bordo del crucero Augusta.
En su entorno, todo era exaltación y entusiasmo.
Sólo el general Eisenhower condenó espontáneamente el uso de la terrible bomba contra un núcleo habitado, considerando que tal demostración no era necesaria para derrotar a Japón.
Pero la inmensa mayoría -como dijo Raymond Cartier- «no vio en la aparición del arma nuclear otra cosa que el fin rápido de la guerra y la economía de sangre americana que ello reportaba. »
No obstante, había algo más: ante la configuración del mundo de la posguerra y la emergencia de la Unión Soviética como gran potencia, la horrible demostración de Hiroshima perseguía el evidente fin de intimidar a Stalin y hacerle más razonable.
Yalta y Potsdarn estaban perfilando una posguerra en la que los ocasionales aliados de ayer iban a dividir el mundo en dos bloques antagónicos.
Sin embargo, como era de esperar, las previsiones en cuanto a lo resolutivo de la bomba se cumplieron: el día 7, Japón se dirigió a la Unión Soviética para que mediara ante Estados Unidos en busca de un armisticio.
Los rusos contestaron declarando la guerra a Japón y desencadenando de inmediato una gran ofensiva en Manchuria.
El día 9, otro B-2 l Bockscar, pilotado por el mayor Sweeney, lanza otra bomba nuclear -ésta de plutonio- sobre Nagasaki. La «implosión» - pues éste fue el sistema practicado para provocar la reacción en cadena del plutonio activado- estuvo a punto de desintegrar la superfortaleza que efectuó el lanzamiento.
Los efectos, debido a la topografía de Nagasaki, no fueron tan espantosos como los del ataque precedente.
Pero fueron suficientes para que, a las 2 de la madrugada del día 10, el Consejo Supremo de Guerra japonés, presidido insólitamente por el emperador Hiro Hito -que, ante lo gravísimo de los momentos, había decidido descender de sus divinas alturas -, se dirigiera a Estados Unidos pidiéndole el cese de las hostilidades y aceptando la rendición incondicional exigida por los aliados.
La capitulación se firmaría el 2 de septiembre de aquel mismo año: la Segunda Guerra Mundial había terminado, tras 6 años y 1 día de duración. Pero queda por reseñar lo sucedido en la ciudad mártir, tras de recibir su bautismo de fuego atómico.
Una explosión de 20 kilotones
La bomba lanzada en Hiroshima tenía una potencia equivalente a 20 kilotones, es decir, a veinte veces la explosión de mil toneladas de TNT.
Los efectos mortales de esta bomba podían proceder de tres causas distintas: la acción mecánica de la onda expansivo, la temperatura desencadenada y la radiactividad.
El calor generado por la energía liberada se elevó a temperaturas capaces de fundir la arcilla, alcanzando decenas de miles de grados.
Este colosal desprendimiento provocó una columna de aire huracanado y a continuación, para llenar el descomunal vacío, se produjo otra onda en sentido contrario cuya velocidad superó los 1.500 kilómetros por hora.
El terrible soplo produjo presiones de hasta 10 toneladas por metro cuadrado.
El detalle de estos efectos sobre la ciudad llega a lo indescriptible: trenes que vuelcan como golpeados por un gigante, tranvías que vuelan con una carga de cadáveres hechos pavesas, automóviles que se derriten, edificios que se desintegran y se convierten en polvo incandescente, manzanas de viviendas que desaparecen por un ciclón de fuego.
Toda una zona de 2 km. de radio se transformó en un crisol, que la dejó arrasada como si un fuego infernal y un viento cósmico se hubieran asociado apocalípticamente.
Y en kilómetros a la redonda, incendios y más incendios atizados dramáticamente por un vendaval de muerte. Por los restos de lo que fueron calles, empezaron a verse supervivientes desollados, con la piel a tiras, unos desnudos, otros con la ropa hecha jirones.
Los que murieron en el acto, sorprendidos en el punto de la explosión, se volatilizaron sin dejar rastro.
Tan sólo alguno, situado junto a un muro que resistió la onda expansiva, dejó una huella en la pared, una silueta difuminada de apariencia humana, como una sombra fantasmagórica, que fue en lo que vino a quedar el inmolado.
Otros se vieron lanzados, arrastrados por un rebufo arrollador, y se encontraron volando por el aire, como peleles de una falla sacudida por un vendaval.
Alguno fue a parar milagrosamente a la copa de un árbol, a muchos metros de distancia de su lugar de arranque.
En los alrededores del punto cero, todo quedó carbonizado.
A 800 metros, ardían las ropas.
A dos kilómetros, ardían también los árboles, los matorrales, los postes del tendido eléctrico, cualquier objeto combustible.
Tal era la fuerza del contagio ígneo.
La bomba sobre Hiroshima
En la mañana del 6 de agosto de 1945 el mundo entró en la era "atómica". Un avión bombardero norteamericano —el "Enola Gay"- dejó caer sobre la ciudad japonesa de Hiroshima una bomba de alto poder destructivo que dejó un saldo de 99 mil muertos y un número similar de heridos.
Tres días después Nagasaki corrió igual suerte, aunque el saldo trágico fue levemente menor: 70 mil muertos y 40 mil heridos. Ambas ciudades fueron un horno; cerca del núcleo de la explosión se registraron temperaturas que treparon hasta los 10 mil grados centígrados y vientos que avanzaban a más de 500 kilómetros por hora y que arrasaron todo a su paso.
La explicación oficial de los Aliados fue que con el lanzamiento de las bombas se anticipó la rendición de Japón en la Segunda Guerra Mundial y se evitó, así, la muerte de un número superior a los dos millones de personas entre norteamericanos y japoneses.
De todas formas las secuelas fueron horrendas: durante los meses siguientes morirían otras 20 mil personas por las radiaciones y miles más nacerían con malformaciones.
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El sol de la muerte
Pero quedaba el tercer y más traicionero efecto: el «sol de la muerte», como llamaron los japoneses al efecto radiactivo que provocó la acción de los rayos gamma, delta y alfa.
Las personas, según su cercanía al punto de caída de la bomba atómica, aparecían llagados, llenos de terribles ampollas. Todos los supervivientes, en un radio de 1 km a partir del epicentro, murieron posteriormente de resultas de las radiaciones.
Los muertos por estos insidiosos efectos lo fueron a millares y se fueron escalonando a lo largo del tiempo, según el grado de su contaminación. Veinte años después de la explosión, seguían muriendo personas a consecuencia de los efectos radiactivos.
Junto a los millares de muertos instantáneamente y de los que con posterioridad fallecieron de resultas de las quemaduras o de la radiación, se registraron hechos singulares.
Por ejemplo, algunos habitantes se salvaron por haberles sorprendido los efectos de la explosión con vestimenta clara; en cambio, los que vestían de oscuro murieron rápidamente, por la capacidad del color negro de absorber el calor.
Esta misma capacidad de absorción de las ondas calóricas por los cuerpos opacos ocasionó otro sorprendente fenómeno: la fotografía atómica.
Hombres desintegrados, así como objetos diversos, dejaron su sombra grabada sobre los muros de las paredes en cuya cercanía se encontraban en el momento de la explosión, como hemos mencionado antes.
La onda calórica siguió exactamente los contornos de una silueta y la grabó, para siempre, sobre la piedra.
El holocausto
Y cuando los supervivientes se recuperaron del horror y los servicios de socorro empezaron a prodigar sus cuidados a los heridos y a los quemados, se produjo la caída de una lluvia viscosa, menuda y pertinaz, que hizo a todos volver los ojos al cielo: el aire devolvía a la tierra, hecho toneladas de polvo y ceniza, todo lo que había ardido en aquel horno personas y cosas - y que las corrientes ascendentes habían succionado hasta las nubes.
Al día siguiente del bombardeo, un testigo presencial que recorrió la ciudad explicó el espeluznante panorama de desolación que constituía la visión de una población arrasada, sembrada de restos humanos que estaban en espantosa fase de descomposición, entre un olor nauseabundo a carne quemada.
Una zona de 12 kilómetros cuadrados, en los que la densidad de población era de 13.500 habitantes por kilómetro cuadrado, había sido devastada.
La llegada de un grupo de científicos confirmó que el explosivo lanzado era una bomba de uranio. La energía atómica había entrado en la historia por la puerta del holocausto.
Según los datos más fiables, el número de víctimas sacrificadas en Hiroshima fue de 130.000, de las que 80.000 murieron. Unos 48.000 edificios fueron destruidos completamente y 176.000 personas quedaron sin hogar
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