Grandes Emperadores de Roma:Reyes Filosofos del Imperio Romano

Grandes Emperadores de Roma

Los reyes filósofos de Roma

Grandes Emperadores de Roma

Escuchemos la opinión de Gibbon:

“Si convocaran a un hombre para definir aquel período de la historia del mundo en el que condición de la raza humana fue más próspera y feliz, sin titubear nombraría el período que abarcó desde el ascenso de Nerva (96 C.) hasta la muerte de Aurelio (180 d. C.).

Sus reinados unidos son, posiblemente el único período de la historia en el que la felicidad de un gran pueblo fue el único objetivo del gobierno"

Ernest Renan estuvo de acuerdo: el principio de adopción real dio a Roma “la sucesión más preclara de buenos y grandes soberanos que el mundo ha conocido jamás”.

Ese principio, establecido por Augusto, había sido dejado de lado tras la muerte de Nerón.

Fue restaurado por Nerva en el año 98, cuando adoptó a Trajano como su sucesor.

El Senado había aceptado el principio suponiendo que los soberanos adoptarían a hombres ya reconocidos por sus capacidades administrativas y militares.

El principio funcionó bien porque Nerva, Trajano, Adriano y Antonino Pío no tuvieron hijos varones, pero sí tuvieron tiempo para analizar y sopesar sus posiciones.

Marco Coceio Nerva

(imagen) tenía sesenta y seis años cuando el Senado lo nombró princeps. Distribuyó tierras entre los pobres, anuló numerosos impuestos, liberó a los judíos del tributo que les habían endilgado y fortaleció las finanzas del estado economizando  lo doméstico y en la administración pública.

Tres meses antes de su muerte, en el año 98, nombró a Marco Ulpio Trajano como su sucesor.

Trajano amaba tanto el imperio que quiso todo de él, y pasó la mayor parte de su madurez protegiéndolo y expandiéndolo.

Conquistó y absorbió la Dacia (actual Rumania) para poder controlar el Danubio, considerándolo la mejor barrera de contención para los “bárbaros”, que se multiplicaban a pasos agigantados. Impuso el latín en Dacia y, a cambio, se apoderó de sus minas de oro.

Enriquecido, distribuyó 650 denarios (¿260 dólares?) a todos los ciudadanos romanos que lo solicitaron; construyó el todavía floreciente anfiteatro de Verona y el inmenso Foro Trajano en Roma; el Arco de Triunfo y la Columna espiralada que conmemoran sus Victorias atravesaron los siglos para inspirar a Napoleón.

En el año 113 volvió a salir al frente de sus legiones, con la esperanza de reconquistar Partia y abrir una ruta comercial a la India.

Anexó las nuevas provincias de Armenia, Asiria, Mesopotamia y Partia, y llegó, triunfante, a las costas del Mar Rojo.

Sufrió una embolia paralizante y murió en Salinus en el año 117, luego de haber transmitido sus poderes imperiales a su sobrino Publio Elio Adriano.

Emperador Trajano

Como Trajano (imagen der.) , Adriano había nacido en España, pero se diferenciaba de él en todo lo demás.

Odiaba la guerra y amaba los perros, los caballos, la caza, la literatura, la filosofía y las artes. Devolvió la independencia a Armenia, Asiria y la Mesopotamia.

De regreso en Roma, reorganizó el gobierno, supervisó todas sus ramificaciones y (como Napoleón, quien indudablemente aprendió mucho de Roma) sorprendió a los administradores con su conocimiento detallado de todas las áreas.

Colocó un advocatus fisci o “defensor del tesoro” en todos los departamentos para detectar posibles casos de corrupción o fraudes.

Ganó reputación de justo y erudito como juez supremo del imperio y, por lo general, favoreció a los pobres contra los ricos y a los débiles contra los fuertes.

Adriano gobernó el imperio mucho mejor que lo que nadie lo hiciera antes o después de él.

Inquieto y pletórico de ideas, decidió compartir con las provincias parte de las riquezas que éstas habían aportado a Roma.

Alivió el sufrimiento de las localidades de la Galia azotadas por los inesperados “actos de Dios”.

En la frontera germana, reforzó la línea de defensa contra los siempre amenazantes “bárbaros” (palabra que los romanos empleaban para designar a todo aquel que no pertenecía al imperio).

Navegó por el Rin hasta el Mar del Norte y en el año 122 cruzó a la Bretaña romana, a la que pacificó con beneficios.

Luego mandó construir la Muralla Adriana en la frontera septentrional para proteger sus dominios de los inconquistables e imprevisibles escoceses.

Tras pasar el invierno descansando en Roma, navegó rumbo a África del Norte para regular sus florecientes ciudades.

En el año 124 visitó el Oriente Cercano helenizado; en casi todas las postas escuchó quejas y peticiones y otorgó fondos para la construcción de templos, teatros y baños públicos.

Pasó los inviernos de los años 125 y 128 en Atenas, mezclándose alegremente con estudiantes y filósofos y promoviendo reformas edilicias tan sabias que la deteriorada metrópolis de la mente se transformó en una ciudad más limpia, más bella y más próspera que nunca.

En el año 130 viajó a Egipto, sintió los vientos de la doctrina teológica o escolástica en Alejandría, y se dedicó a navegar plácidamente por el Nilo en compañía de su esposa Sabina y su apuesto y devoto amante, Antinoo.

El joven murió ahogado durante ese viaje. Inconsolable, Adriano regresó a Roma.

Una vez allí, se dedicó al mejoramiento de la capital: el Panteón construido por Agripa en el año 27 a. C. había sido casi destruido por los incendios de los años 80 y 110; Adriano hizo que sus arquitectos e ingenieros lo reemplazaran (120-124) por un templo circular cuyo interior, de 132 pies de diámetro, recibía su única y suficiente luz de un óculo de veintiséis pies de ancho situado en su cúpula.

De ese bello domo desciende el linaje arquitectónico qui produjo San Pedro, en Roma, y el Capitolio, en Washington. La rebelión de Judea en el año 135 desconsoló a Adriano, quien lamentó que se hubiera quebrado la prolongada paz de su reino

Ese mismo año fue atacado por una enfermedad que diezmó su salud y oscureció su mente, llevándolo incluso al extremo de la crueldad ocasional.

Para poner fin a una incipiente guerra por la sucesión adoptó como heredero a su amigo Lucio Vero.

Pero Vero murió al poco tiempo. Adriano lo reemplazó por un hombre cuya reputación de integridad y sabiduría había llegado a todos los confines de la nación, Tito Aurelio Antonino, y le aconsejó adoptar y capacitar a dos jóvenes que por entonces se hallaban entre los tribunos.

Uno de ellos murió antes que Antonino; el otro se transformó en Marco Aurelio.

Adriano murió en el año 138, luego de tan sólo sesenta y dos años de vida y veintiuno de reinado, y después de haber brindado al imperio —ya fuera en la acción o en la previsión— tres reinados que se encuentran entre los mejores de la historia.

El Senado llamó Pío a Tito Aurelio Antonino, pues poseía en exceso las virtudes más honradas en la antigua República Romana: devoción filial, patriotismo, lealtad a los amigos, generosidad con el propio tiempo y la propia bolsa.

Comenzó su reinado destinando su abundante fortuna personal al Tesoro Imperial.

Canceló los impuestos vencidos, pagó juegos y festivales, y alivió la escasez de aceite, trigo y vino comprándolos y distribuyéndolos sin cargo alguno.

Hizo pública la lista de sus gastos y sus ingresos. Igualó las penalidades por adulterio en el hombre y la mujer, y privó de sus esclavos a los amos despiadados.

Aportó fondos estatales para extender la educación, especialmente a los pobres, y otorgó a los maestros y filósofos más celebrados varios privilegios de la clase senatorial.

Todas las provincias, salvo Egipto y Dacia, florecieron durante su reinado y estuvieron contentas de formar parte de un imperio que les ofrecía orden social y paz interna.

Los autores de las provincias —Estrabón, Filo, Plutarco, Apiano y Epicteto— alabaron la Pax Romana; Apiano incluso nos asegura haber visto en Roma a enviados de estados extranjeros buscando en vano que sus países lucran admitidos en el imperio.

Jamás una monarquía había dado tanta libertad a los individuos ni respetado a tal punto los derechos de sus súbditos.

“Parecían haber alcanzado el ideal del mundo”, escribió Renan. “Reinaba la sabiduría, y durante veintitrés años el mundo (romano) fue gobernado por un padre.”

Antonino cayó gravemente enfermo a los setenta y cuatro años, llamó a su hijo adoptivo Marco al pie de su lecho y le transmitió el gobierno del imperio.

Le dio la contraseña del día al guardia de turno —aeguanmitas— y se dio vuelta como para dormir.

Murió en el año 161.

Todas las ciudades y las clases sociales honraron su memoria.

Según Renan, Antonino “no hubiera tenido competencia como el mejor de los soberanos de no haber designado a Marco Aurelio como su sucesor”.

Marco parecía haber heredado todas las virtudes de su predecesor, además de otras que atribuía a "sus bondadosos abuelos, bondadosos padres, bondadosas hermanos, bondadosos parientes”. (imagen: Marco Aurelio)

El tiempo equilibró la balanza otorgándole una esposa cuya fidelidad y moral eran cuestionables, pero a quien él jamás dejó de honrar, y un hijo fatalmente indigno a quien jamás dejó de amar.

Aurelio agradeció a sus libros por haberle ahorrado la lógica y la astrología, por haberlo liberado de la superstición, y por haberle enseñado a vivir sencillamente y en armonía con la naturaleza.

A los doce años adoptó el rudo atuendo del filósofo y comen­zó a dormir sobre una estera de paja tendida en el suelo, resistiendo hasta el cansancio los embates de su madre para que usara una cama.

Fue estoico antes de ser hombre.

Muchas veces agradeció

“haber preservado la flor de mi juventud; no haberme creído hombre antes de serlo, sino haber esperado el momento correcto (...) No haber tenido que estar jamás con Benedicta”.

Agradeció a su hermano Severo por haberle enseñado “la idea de un estado en el que la misma ley rige para todos, (...) igualdad de derechos y libertad de palabra, y la idea de un gobierno soberano que sobre todo respeta la libertad de sus gobernados”.

La idea estoica de la monarquía iba a ocupar el trono durante dos reinados. Marco decidió gobernar con el ejemplo antes que con la ley.

No se permitió ningún lujo, absorbió todas las tareas administrativas y fue accesible a todos sus gobernados.

Muy pronto el imperio todo le dio la bienvenida como al sueño platónico hecho realidad: un filósofo era rey.

Su reputación de filósofo impulsó a los bárbaros a arremeter una vez más contra la frontera romana.

En el año 167, las tribus del norte del Danubio cruzaron el río y atacaron por sorpresa a las legiones diezmadas por la guerra y la peste.

Marco dejó a un lado los libros, organizó un nuevo ejército reclutando policías, gladiadores, bandoleros y esclavos, lo entrenó a base de fortaleza y disciplina, y lo guió con habilidad y estrategia a través de una larga campaña hacia la victoria.

Luego volvió a Roma para enfrentar lo problemas de la sucesión.

Había alimentado la esperanza de preparar a su hijo Cómodo para la filosofía y el gobierno, pero el joven prefirió los gladiadores al estudio y pronto superó a sus temerarios camaradas en actos violentos y palabras groseras.

Mientras tanto, los nativos de Roma seguían perdiendo número y vigor debido a la esterilidad y la vida fácil, y los bárbaros multiplicaban gracias a la fertilidad y la vida rigurosa.

En los años transcurridos entre 168 y 176 el Imperio fue atacado en distintos puntos: algunos invadieron Grecia y llegaron a las cercanías de Atenas; otros arrasaron la España romana; otros cruzaron los Alpes, amenazaron Venecia y Verona, y transformaron en tierra yerma los ricos campos de la Italia septentrional.

En ese período, Marco fue atacado intermitentemente por por una dolorosa enfermedad estomacal que resistió todos los diagnósticos, e incluso los remedios de Galeno.

Demacrado, sin afeitar y con los ojos hinchados por la ansiedad y el prolongado insomnio, el solitario emperador volvió a abandonar las preocupaciones domésticas para concentrarse en los incompatibles afanes de la guerra.

Durante la campaña del Danubio Marco compuso, en griego y en los intervalos de la acción bélica, el pequeño libro hoy conocido como Meditaciones o Pensamientos, pero al que él tituló Ta eis euton (A sí mismo). Allí se propuso resumir las conclusiones a las que había llegado acerca de las primeras y las últimas cosas de la vida.

Había perdido la fe en la religión romana oficial y no había adoptado ninguno de los nuevos credos importados de Oriente; no obstante, encontraba demasiados signos y formas de orden en la naturaleza como para dudar de que el universo hubiera sido creado por alguna inteligencia misteriosa.

Pensaba que todas las cosas estaban determinadas por la razón universal —la lógica inherente a la totalidad— y que cada componente debía aceptar alegremente su modesto destino.

“La ecuanimidad” (contraseña de Antonino) “es la aceptación voluntaria de lo que le fue asignado por la naturaleza del todo”. Todo “lo que armoniza conmigo armoniza contigo, oh! Universo.

Nada que llegue a su debido tiempo para ti llegará demasiado temprano o demasiado tarde para mí”. Marco admite con renuencia que hay hombres malos en el mundo.

La mejor manera de tratar con ellos es recordar que también son hombres y, como tales, víctimas indefensas de sus propias faltas por el determinismo de las circunstancias. “Si algún hombre le hace mal, el perjudicado será él; (...) perdónalo.” ¿Acaso ésta parece una filosofía impracticable? Por el contrario, nada es tan invencible como una buena disposición... si es sincera.

El hombre Verdaderamente bueno es inmune al infortunio; aunque sea víctima del mal, siempre tendrá su propia alma como escudo y refugio.

La filosofía no es lógica ni aprendizaje; la filosofía es comprensión y aceptación. En cuanto a la muerte, también es menester aceptarla como algo natural y necesario:

Porque la mutación y la disolución de los cuerpos hacen lugar para otros cuerpos destinados a morir, de modo tal que las almas que flotan en el aire tras la existencia de la vida transmutan y se propagan (...) en la inteligencia seminal del universo, y hacen lugar para nuevas almas (...). Tú has existido como parte, y desaparecerás en aquello que te produjo (...).

Esto también es ley de la naturaleza (...). Pasa, entonces, a través de este pequeño espacio de tiempo en armonía con la naturaleza, y termina el viaje con alegría, tal como la aceituna cae cuando está madura, y bendice a la naturaleza que la produjo, y agradece al árbol del que creció.

Marco enfrentó la muerte sin ninguna esperanza de felicidad más allá de la tumba y sin confianza alguna en el hijo que esperaba sucederlo.

Durante seis años prosiguió sus campañas en el norte con tanto éxito que, cuando regresó a Roma en el año 176, le fue acordado un lauro como salvador del imperio.

Sabía que su victoria era sólo temporaria, por lo que dos años más tarde salió a contener nuevamente el flujo germano.

Murió en mitad de esa campaña, en el año 180, sin haber puesto en práctica el principio de adopción por amor a su hijo.

Cómodo procedió a inaugurar la prolongada caída del Imperio Romano mientras los temerosos cristianos, ocultos en la masa, es­peraban pacientemente el triunfo de Cristo.

Fuente Consultada: Héroes de la Historia de Will Durant


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