La Leyenda del Nacimiento de Buda y Origen del Budismo

BIOGRAFIA  DE GAUTAMA SIDARTA - ORIGEN DEL BUDISMO - EL NIRVANA -

En el año 560 a.C, un joven príncipe nació en un valle de los Himalayas. Los adivinos predijeron que sería un gran rey, o que se haría monje para salvar a la humanidad del sufrimiento.

El fundador del budismo fue Siddharta Gautama, conocido por sus seguidores como Buda, que significa «el que ha alcanzado la verdad».

Hasta la adolescencia, llevó una vida de placeres encerrado en su palacio, pues su padre temía que se hiciera monje si lo dejaba salir. Sin embargo, un día Siddharta salió a la calle y se encontró con un anciano, un enfermo y un hombre muerto. Estos encuentros cambiaron su vida para siempre.

El camino del medio: Siddharta había creído que la vida era toda diversión. Al contemplar la vejez, la enfermedad y la muerte, comprendió que los placeres del mundo eran pasajeros. Decidió hacerse monje, y se dedicó a ayunar y a meditar buscando la verdad.

Pero, al cabo de seis años, no la había encontrado y estaba débil y enfermo. De repente, entendió que la verdad consistía en seguir el «camino del medio» y vivir con moderación, apartándose a la vez de los placeres y del sufrimiento.

BREVE FICHA BIOGRAFICA:

• Se cree que nació entre los años 566 y 558 a.C. con el nombre de Sidarta Gotama, en Kapilavastu (actual frontera entre Nepal y la India).

• Poco después murió su madre, y su padre y una madrastra se hicieron cargo de su educación. Para que no se enterara de los problemas del mundo, lo aislaron en el palacio, con todos los lujos.

• A los dieciséis años se casó con Yasodhara y tuvo un hijo.

• Cerca de los veintinueve años conoció el dolor humano. Cansado de privilegios y afectado por su descubrimiento, empezó a pensar cuál sería la causa de todo el sufrimiento y a buscar su solución.

• Luego de encontrarse con un monje mendicante, decidió vivir como él. Abandonó a su familia y renunció a toda su riqueza y poder.

• Se estableció con cinco discípulos en Uruvela (cerca de la actual Gaya) y durante años buscó respuesta al dolor.

La iluminación

• A los 35 años, mientras estaba sentado meditando bajo un árbol (conocido como el Árbol de la Sabiduría), alcanzó el verdadero conocimiento y se convirtió en Buda (el Iluminado).

• Luego se reunió con sus seguidores y les anunció su doctrina para superar el sufrimiento.

• Viajó por el valle del río Ganges transmitiendo su enseñanza y reuniendo fieles.
• Evitó un intento de asesinato a manos de su primo Devadata.

• Volvió a su ciudad natal y convirtió a su familia al budismo.

• Murió aproximadamente a los 80 años, luego de comer alimentos en mal estado, en Kusinagara, hoy Kasia (India).

"El odio nunca se calma mediante el odio.
El odio se calma mediante el amor. Esta es una ley eterna. "

HISTORIA DE SU BIOGRAFIA Y DEL BUDISMO

Hacia el año 550 antes de Cristo, gobernaba un pequeño reino del norte de la India un rey de la dinastía Sakhya.

Tenía un lujoso palacio a orillas del Ganges, el río sagrado, construido casi en la cresta de una escarpada colina, rodeada por las nieves del Himalaya.

Estaba casado con Maya, princesa de acrisolada virtud, dedicada a extremas prácticas ascéticas, que la habían movido incluso a separar su lecho del de su esposo, que la respetaba y amaba tiernamente.

Una noche, Maya tuvo una visita inesperada; arrebatada de la tierra, se encontró frente a un elefante sonrosado, de seis colmillos; la tierna bestia se arrimó al costado de la reina y sin causarle el menor dolor, hirió con una de sus defensas la carne inmaculada.

Diez meses después de este sueño o suceso prodigioso, nació el príncipe Gautama Sidarta.

Sobre un loto, apareció frente a Maya una tierna criatura rubia y rosada, mientras del cielo caía una lluvia de flores.

El recién nacido descendió del loto y anduvo siete pasos hacia cada uno de los puntos cardinales (la teología hindú había establecido la existencia de siete cielos o espacios divinos, de los cuales el séptimo era accesible únicamente al principio supremo) y luego dijo: «Triunfaré del nacimiento y de la muerte y venceré a todos los demonios que hostigan al hombre».

estatua buda

Inmediatamente, cesó la lluvia de flores y el infante — pues volvió a serlo desde este instante— se reclinó nuevamente sobre el loto.

Todo el palacio había presenciado, sobrecogido, el prodigio. Y su cese restituyó al príncipe al mundo de los niños.

Durante mucho tiempo, exactamente hasta que cumplió sus veintinueve años (uno menos que Cristo), Sidarta fue y creció como un hombre cualquiera.

Al revés que Cristo, su educación y formación estuvieron marcadas por el signo aristocrático de su condición y, además, por una extrema brillantez.

Superaba a sus amigos y condiscípulos en valor, agudeza y penetración. Sorprendía a todos los maestros.

Sólo el padre andaba inquieto por el porvenir de un príncipe tan encantador.

Porque un asceta — de los muchos que visitaban el palacio, a causa de su esposa— le había predicho, con toda seriedad, que, en efecto, Sidarta sería el mejor rey que el país hubiera conocido jamás.

Mas, si por ventura — o malaventura, pensaría el rey — se volviera sobre la vanidad de la existencia y se introdujera en las prácticas ascéticas, nada podría ya separarle de ellas. Ignoramos con qué designios facilitó el asceta estos datos al perplejo rey.

Pensó éste que nada sino el amor de una hermosa mujer sería táctica eficaz para conjurar este gran riesgo.

Y en efecto, Sidarta se enamoró locamente de la bellísima Yasodhara, con la que contrajo matrimonio y de la que, en seguida, hubo un hijo.

La leyenda insiste en el gozoso aislamiento en que por esta época vivía el príncipe: ocupaciones deportivas, fiestas y ahora el amor de su mujer y del nuevo principito.

Pero, de lo que acontecía al otro lado de las moradas de los nobles, ignorancia absoluta y apartamiento radical. Era otro mundo y sus leyes otras leyes.

¿Qué movió a Sidarta a abandonar su palacio y trasponer el muro separador? ¿Una cierta inquietud insatisfecha que aguijoneaba la corteza del príncipe feliz?.

En cualquier caso, aquella excursión a Kapilavastu fue decisiva.

He aquí lo que Sidarta encontró: un mendigo viejo y llagado que tendía su escudilla al borde del camino; el cortejo fúnebre de una joven madre cuyo esposo e hijos lloraban sin consuelo, al borde de la pira funeraria; la palabra de un asceta macilento que, tras predicar altivamente la virtud a una muchedumbre absorta e ignorante, les suplicaba con humildad alimento para sustentarse.

Y obsérvense ahora las conclusiones que de esta salida obtiene la leyenda: Sidarta comprobó la existencia de la muerte y el dolor en el mundo y resolvió liberar de ellos a los hombres, o, mejor dicho, liberarles de su temor, pues el sufrimiento procede del temor y el temor de la ignorancia.

Por consiguiente, el punto de partida de Buda sería absolutamente irreligioso y, en cierto modo, racionalista.

Tuvo que darse en su alma, forzosamente, una simpatía hacia ese desajuste del mundo que tan hondamente le conturbó.

Y al propio tiempo, despertarse en él una convicción íntima de que estaba capacitado para derrotar la ignorancia del mundo (dejando aparte lo divino que hubiera en su naturaleza, pues los datos de la leyenda no permiten inferir que, en esta sazón, poseyera Sidarta conciencia de su divinidad).

Todo ello suscitó en él la decisión de abandonar palacio, padres, mujer e hijos, de renunciar a sus riquezas — no por remediar pobreza ajena, sino por desembarazarse de un obstáculo para la sabiduría— y de consagrarse a investigar la causa del desajuste, pues, ante todo, era necesario «saber».

Una pintura siamesa, muy reproducida en los estudios dedicados a Buda, nos relata que éste abandonó su palacio a caballo, mientras dioses y «boddishatvas» colocaban sus palmas bajo los cascos del animal, para que no despertaran los seres queridos.

Buscó Sidarta, primero, el sabio parecer de los eremitas del Pico de los Buitres.

Pero encontró que su penitencia y su gimnasia del dolor eran estériles porque se habían constituido en fin, sin buscar la gran causa del dolor de los hombres ni su provecho.

El resultado de las prácticas ascéticas conducía todo lo más a una perfección del asceta y eso no redundaba en beneficio de la gran cuestión, que concernía a todos los hombres.

Así que Sidarta, desengañado, pero firme en su propósito, reanudó su peregrinación.

Tomó de un cadáver abandonado el manto con que sus huesos se cubrían y se hizo un ropaje holgado que le cubriera hasta los hombros.

Andaba absorto, caminando hacia la Sabiduría, sabiendo que la hallaría, pero ignorando dónde.

Cuando el hambre le volvía en sí, pedía limosna.

Y no pronunciaba palabra alguna. No recogían sus ojos la belleza de las estaciones ni se perturbaba su carne al sentir la lluvia o el rayo de fuego solar.

Finalmente, llegó ante un grueso árbol, cuyas ramas bajas se inclinaban, polvorientas, hasta el suelo y supo que allí le sería dada la sabiduría.

Lo rodeó siete veces, desafiando a los dioses: «No me moveré de aquí hasta que sepa».

Recogió una brazada de las hojas caídas, las apiló y se sentó sobre ellas en la postura que tan familiar nos es a través de la iconografía: su mano derecha tocaba el suelo, como para no perder el contacto con esa tierra habitada por los hombres a quienes había que instruir.

No se sabe el tiempo que Buda permaneció así.

Probablemente el tiempo se detuvo. Mará, dios maligno e inteligente, que comprendió el peligro de esa detención, diluvió sobre el contemplativo toda clase de Tentaciones y precipitaciones «celestiales».

Finalmente le envió a sus seductoras hijas, imagen viva de la concupiscencia.

Se cuenta que, así como Sidarta recibió impasible el rayo, el granizo, la lluvia y el fuego (a veces protegido con el cuerpo de los buenos espíritus), cuando notó la presencia de las lascivas danzarinas alzó sus ojos hacia ellas.

Y su mirada las convirtió en viejas arrugadas, de espantoso aspecto.

En ese mismo momento, Sidarta supo.

Era el deseo de nacer y el mismo nacimiento, lo que ocasiona el dolor.

Es, pues, menester abandonar ese deseo y sustituirlo por el de entrar, de una vez para siempre, en el Nirvana.

En tanto exista, arraigado en la naturaleza, el anhelo de volver a incorporarse a un cuerpo, se producirá la transmigración del alma y, con ella, el riesgo de empeorar de condición por una existencia nueva en circunstancias difíciles.

Superando el deseo de nacer se accederá directamente al Nirvana. Por ello es menester aprovechar la existencia actual cumpliendo puntualmente la obligación moral.

Se ve, pues, cómo Sidarta acepta el postulado básico del brahmanismo de la purificación del alma, a través de un número indefinido de existencias, cuya calidad está determinada por el mérito o demérito contraídos en la anterior.

Mara, empero, le propone — ya directamente, cara a cara — la última tentación, lógica consecuencia de la ciencia hallada.

«Aprovecha, pues, ese conocimiento y entra ahora mismo en el Nirvana.

No corras tú nuevo riesgo pretendiendo existir por más tiempo».

Pero Sidarta — de ahora en adelante será llamado «el Buda», esto es, «El Iluminado» — no abriga ya ningún temor por sí mismo. «No entraré en el Nirvana hasta que enseñe a todos los que viven la manera de hacerlo por sí mismos. Están solos, pero su soledad les es suficiente. Deben saberlo».

Y  Mará, derrotado, se retira definitivamente.

El nirvana, una de las cuatro nobles verdades enseñadas por Buda, es la condición de la suprema salvación experimentable ya en la vida empírica. Ésta consiste en el cese total del dolor, alcanzable con la anulación de todo tipo  de deseo. Tras haber extirpado de si cualquier necesidad, el místico budista llega a la condición de vacuidad, la experiencia de la nada.

Buda vuelve al camino. Pronto reúne unos cuantos discípulos y se encamina con ellos a Benarés, la ciudad santa, donde expondrá su famosa doctrina de la vía media: «Entre el ascetismo seco y complicado y los deleites del mundo, allí, precisamente en la mitad de esa línea, está la Verdad.

No despreciéis vuestra condición actual; representa un castigo por vuestras faltas pasadas, pero puede ser el instrumento precioso para proporcionaros la entrada definitiva en Lo-Que-No-Es-Más».

Y  les dio unas reglas prácticas de vida pura, cuyo eje estaba, precisamente, en respetar toda vida, pues en ella radicaba siempre una posibilidad de entrar en el Nirvana.

La predicación de Buda duró casi cincuenta años. Los adeptos se multiplicaron.

Hasta su esposa e hijo se convirtieron en discípulos.

Por el contrario, encontró en los brahmanes unos enemigos irreductibles.

En ello se mezcló una vez más el cuidado por las cosas de este mundo: «Por eso, vosotros, brahmanes soberbios, no poseéis la verdad y en vano mediríais vuestra santidad con la mía».

Buda era de la casta Chatria, por pertenecer a la dinastía Sakhya, y su lengua y milagros fueron considerados como puro artificio político en beneficio propio.

La vida retirada y desprendida de los budistas convencería pronto al «pueblo» de que no había engaño posible.

Y el «pueblo», sin comprender del todo la doctrina, se rendía a la presencia humilde —y, por supuesto, taumatúrgica— del Bienaventurado, como empezó a llamársele.

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Fuente Consultada: Enciclopedia Temática Familiar Grandes Figuras de la Humanidad Entrada: BUDA

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