Los Comerciantes en Roma Antigua: Financistas y el Costo de vida
Los comerciantes en Roma Antigua. Financistas y el costo de vida
LOS COMERCIOS EN ROMA ANTIGUA
En las calles y plazas de Roma se apiñaba una colorida y bulliciosa multitud de tiendas: panaderías, carnicerías, pollerías, pescaderías, tabernas, barberías, librerías, perfumerías, mueblerías, herrerías, zapaterías y muchas más.
Algunas eran prósperas, pero la mayoría eran chozas abarrotadas y mal iluminadas, tan desvencijadas que se ladeaban hacia las viviendas o que se desparramaban hacia callejones y mercados.
Se colocaban pintorescos cartelones para atraer la atención del público, y frecuentemente se exhibían las mercancías en las aceras, que se hacían casi intransitables por los vendedores que caminaban pregonando sus productos.
La congestión llegó a ser tan grave que el emperador Domiciano prohibió los puestos callejeros, forzando a los vendedores y tenderos a regresar a sus locales.
Buena parte de la actividad comercial era realizada por los mismos productores.
Los excedentes agrarios eran llevados a la ciudad por el campesino que adquiría -o cambiaba- en los talleres los productos necesarios.
El propio Estado era el encargado de llevar a los campamentos militares todo lo necesario para su manutención.
Pero a pesar de estas limitaciones ya existía la figura del intermediario, dedicándose a las actividades comerciales un buen puñado de romanos e itálicos.
El comercio se realizaba preferentemente por vía marítima -más rápido y más barato- siendo hombres libres los propietarios de los barcos, habitualmente organizados en sociedades mercantiles.
Para evitar desplazamientos continuos, el armador solía delegar cierta responsabilidad en un esclavo de su confianza que representaba jurídicamente al comerciante.
►Vida Comercial
Los grandes emporios comerciales del Imperio eran las principales ciudades - Roma, Alejandría, Marsella, Antioquía- y en ellas podíamos encontrar expertos de diferentes orígenes -judíos, hispanos, sirios-.
La manera de conseguir una fortuna con mayor facilidad era dedicarse al comercio.
En Roma, el gran Foro era el principal centro comercial, con un enorme conjunto de locales, mercados y lugares de reunión.
Los cambistas tenían sus negocios en este sitio, y hacían destellar, sonar y bailar sus pilas de monedas para atraer a la clientela.
Se podían obtener pingües ganancias con los préstamos, aunque los romanos de la alta sociedad lo consideraban un negocio despreciable, al igual que toda otra forma de comercio: "Ningún caballero puede ser prestamista", escribió el estadista conservador Catón.
Sin embargo, incluso los aristócratas sucumbían al encanto de las ganancias fáciles.
El objetivo era pedir prestado con intereses bajos y prestar con intereses altos.
Para combatir la especulación, en tiempos imperiales se decretó una tasa legal de interés de 12% anual.
Gozaba de más respetabilidad el ser propietario de tierras, y esto convirtió en multimillonarios a muchos ciudadanos. Se cuenta que el acaudalado político Marco Craso dijo que un hombre no podía considerarse rico a menos que pudiera pagar, de su propio ingreso, la manutención de una legión (unos 6,000 hombres).
Los bancos prosperaban en la capital, en tanto que los pobres guardaban sus magros ahorros en alcancías de barro.
La unidad monetaria básica era una moneda de cobre llamada as; un sestercio valía dos ases y medio, y un denario de plata, 4 sestercios o 10 ases.
Un soldado común recibía como sueldo 225 denarios anuales; un saco de trigo pequeño costaba medio denario.
Uno de los comercios más prósperos era el del aceite de oliva. No sólo se usaba para cocinar, sino también para lámparas y como sustituto de jabón para el baño.
Diario se compraban y vendían colosales cantidades de aceite: en el año 300 a.C., había 2.300 vendedores tan sólo en Roma.
Las alfarerías producían millones de vasijas de vino y aceite, y también se produjeron en masa recipientes de vidrio, una vez que se introdujo la técnica de soplado, posiblemente por vidrieros sirios inmigrantes durante el siglo I d.C.
LA TIENDA DE "TONSURA"
"Todas estas cicatrices que podéis contar sobre mi mentón, tantas como las de un viejo luchador, me las hizo el barbero con su hierro y su infame mano.
Sólo el chivo, entre todos los seres vivientes, es inteligente: porque se deja la barba y escapa al carnicero".
Así exclamaba Marcial, un chispeante escritor hispano-romano, a propósito de los "tonsores" (peluqueros) de su tiempo.
Sus palabras no son precisamente un cumplido, pero es de creer que se ajustan un poco a la realidad: basta pensar en cuan rudimentarias eran las herramientas que los pobres peluqueros empleaban.
Las tijeras, de hierro, no tenían ni el perno que une las dos hojas ni los aros en los que se introducen los dedos: cabe imaginar que cortarían más a la buena suerte que a la voluntad del peluquero.
Los rasuradores eran también de hierro y, aunque se afilaban cuidadosamente sobre una piedra especial, que se importaba de España, con seguridad no tenían el "filo" de las modernas navajas de acero. Se han encontrado muy pocos rasuradores romanos; como eran de hierro, la herrumbre los destruyó.
En cambio, se encontraron muchos rasuradores etruscos y de otras poblaciones más antiguas, que estaban confeccionados con bronce.
Parece ser que los primeros peluqueros llegados a Roma fueron sicilianos. Sus peluquerías comenzaron a difundirse hacia el siglo ni a. C.
Hasta entonces, los romanos se dejaban crecer libremente los cabellos, la barba y los bigotes.
Poco a poco la moda de afeitarse y de tener cortos los cabellos se fue afirmando y, hacia el siglo II de nuestra era, la práctica era habitual en toda la población.
Las tiendas de peluqueros proliferaron; las más famosas estaban emplazadas al aire libre, en el cruce de las arterias.
Así, pues, las condiciones en que el artesano ejecutaba su delicado trabajo, en medio del tumulto de la vía pública, no eran, precisamente, los más adecuados.
Alrededor de la tienda estaban los escaños para los clientes que esperaban su turno.
El "paciente" estaba en medio de la tienda. Sin la menor jabonadura, ni ungüento que ablandara el pelo, comenzaba la afeitada. Lo más que se hacía era humedecer la cara con un poco de agua fría.
Al margen de estos inconvenientes, concurrir a la tienda del tonsor no resultaba muy desagradable: allí, reunidos en círculo, estaban los hombres dispuestos para las más animadas tertulias: se hablaba de las últimas elecciones consulares, o de las victorias de un "auriga" (conductor de bigas) en el circo, o algún legionario narraba sus aventuras.
Y, como muchas veces el peluquero intervenía en las discusiones, los cortes de cabello y el rasurado de barba se prolongaban largo tiempo: "Mientras el peluquero corta el cabello a su cliente, a éste le vuelve a crecer de nuevo la barba...", dice al respecto el agudo Marcial.
Fuente Consultada:
Wikipedia -
Enciclopedia Estudiantil Tomo IV CODEX
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