Enfermedades en la Revolución Industrial: La Tuberculosis
Enfermedades en la Revolución Industrial
El progreso humano no es una creación continua.
De vez en cuando cobra aliento gracias al impulso de algunos grandes espíritus.
Pero para que se escuche y comprenda su mensaje es necesario que haya llegado su tiempo, es decir, que se acusa una contradicción entre el avance de los conocimientos y el estancamiento de las doctrinas.
Estas condiciones excepcionales se reunieron en el siglo XIX y particularmente en la segunda mitad.
- Revolución Industrial
La revolución de 1848, que marca el inicio de esta era de progreso ininterrumpida, es uno de los grandes momentos de la historia de Francia.
La inteligencia, que fue responsable de él, estaba compuesta por idealistas sinceros que se apoyaban en la miseria de los carentes de trabajo, cuyo número iba en aumento.
Pero el estado político y social del país no estaba aún lo suficientemente evolucionado como para asegurar el éxito.
La sociedad francesa se dividía entonces en dos clases herméticas, una burguesa, posesora y dirigente, la otra popular, casi iletrada, difícilmente animada por algunos socialistas ilustrados.
La verdadera gran revolución del siglo XIX fue la aplicación a la industria de la máquina de vapor, llevada a cabo por James Watt en 1769.
El caballo de vapor aportaba teóricamente a los hombres la potencia y el poder, mientras fue una minoría quien acaparó el poder, acaparando el provecho prodigado por el maquinismo.
Para ésta el progreso fue riqueza, abundancia y nuevas necesidades.
El dinero, con su atractivo contagioso, acentuó todavía más la zanja que existía anteriormente entre la vieja aristocracia y esta gran parte, ignorada y abandonada, de la población a la que se denominaba «el pueblo».
La llamada de Saint-Simon previendo ésta era de banqueros e industriales, suplicándoles en nombre de un neocristianismo que velaran por mejorar la suerte de la clase más numerosa y más pobre, tuvo poco eco.
Se contrató en las «fábricas» a los niños, a partir de los ocho años, y a las mujeres, igual que a los adultos para jornadas de trabajo de 10 y 12 horas, sin ninguna protección social contra la enfermedad, el accidente, el paro o la vejez.
Por supuesto de vacaciones no había ni que hablar. Se castigaba la insubordinación, la mala realización del trabajo con multas o con despido, y los contramaestres o los jefes de talleres se propasaban.
Poco a poco, sin embargo, los industriales elevaron los salarios para aumentar la producción.
Pero no se velaba por preservar este poder de adquisición que con frecuencia iba en provecho de los taberneros que abundaban en las vecindades de los lugares de trabajo.
Los industriales construyeron alojamientos cerca de la fábrica o de la mina, donde la calidad de la vida no entraba en las previsiones.
Con el alquiler del inmueble, la caja de jubilación, el economato que concedía un crédito, el patrono recogía con frecuencia con una mano lo que había entregado con la otra.
En las ciudades cuya población obrera aumenta, y particularmente en París, la mayor parte del presupuesto del trabajador se consagró a la alimentación.
Los alojamientos son cuchitriles insalubres y carentes de confort, que alejan al proletario de su hogar.
Una encuesta de 1860 revela que los miserables alojamientos, que los propietarios no cuidan ni mejoran, reportaban más de un 10 % mientras que la rentabilidad de los hermosos inmuebles modernos es solamente de un 4,5 %.
Esta situación se modificó notablemente a finales de siglo, sobre todo gracias a la acción de los sindicatos obreros sostenidos por los partidos llamados de izquierda.
El derecho a la coalición y a la huelga se inscribe en la legislación en 1864 y la formación de sindicatos profesionales se autoriza en 1884.
El juego de la concurrencia y la relativa escasez de la mano de obra jugaron también su papel.
En 1850 tres cuartas partes de los franceses viven en el campo y siguen estrechamente vinculados a las costumbres de antaño y a la poesía bucólica.
El desarrollo industrial fue lento y moderado, pues los franceses siempre manifestaron cierta desconfianza del progreso, casi una clara hostilidad.
Este fue el caso del tren en el cual Thiers mismo no creía.
Los habitantes de las provincias desheredadas, los bretones en particular, emigraron en busca de trabajo.
Fueron ellos los que instalaron las líneas del tren, y esta mezcla de población no es ajena a la difusión de ciertas taras hereditarias (luxación congénita de la cadera, hemocromatosis de origen bretón).
Para asegurar el funcionamiento de las minas y de los altos hornos se recurre a la mano de obra extranjera, a los belgas y sobre todo a los italianos.
Hay una categoría de trabajadores con exceso de frecuencia olvidados en el cuadro social de esta segunda mitad del siglo XIX, es la de los criados.
En 1852 los domésticos representan una catorceava parte de la población activa calculada de 14 millones de individuos.
Es difícil definir esta clase de personas de la casa que la condesa de Segur pintó en la forma deformada de una imagen de Epinal.
Las condiciones de vida de una gobernanta o de un cochero de una casa importante no son comparables con las de una sirviente de albergue o una muchacha de sala de hospital.
Los salarios eran en general tan bajos que condenaban a la sirvienta a atarse para siempre al servicio de su amo.
Cuando se trataba de una criada este vínculo, a veces, tenía que ser, para subsistir, de cuerpo y alma.
La enfermedad o la preñez eran motivos de despido inmediato, que llevaban necesariamente a la miseria o a la prostitución.
Las viviendas del servicio, en el último piso de los inmuebles, en buhardillas sin calefacción y sin agua, adonde se llegaba por «escaleras de servicio», tenían un papel en la patogenia de las enfermedades a las que estos seres desarraigados eran particularmente sensibles.
Estas condiciones de vida rudimentarias de los obreros y las obreras de 1850 a 1900 favorecieron el desarrollo de la tuberculosis, que fue el azote más devastador de esta época.
Cada año, con una implacable continuidad, 150.000 personas (una población correspondiente entonces a una ciudad como Tolosa) sucumbía a la tisis.
La medicina seguía tratando al tuberculoso esforzándose en aliviar sus sufrimientos o remontar su estado general.
Pero la tuberculosis en sí no interesaba y la hecatombe se debe al hecho de que cuidaban el enfermo pero no curaban la enfermedad.
Sin embargo, Laénnec había descrito con gran claridad su unidad clínica y anatómica.
Pero consideraba, ignorando la naturaleza, que su terapéutica estaba «por encima de las posibilidades» y no sospechó, siendo él mismo víctima de este mal, su carácter contagioso.
Su alumno Andral, imbuido de las ideas de su maestro, había declarado: «Se exagera el contagio de la tuberculosis.»
No cabe más que asombrarse ante esta concepción oficial de dicha enfermedad eminentemente contagiosa, en completa contradicción con los hechos de observación más corriente y la tradición popular.
Señalemos que desde 1826 Bretonneau proclamó que la difteria y la dotienteritis (fiebre tifoidea) son contagiosas.
Pero dominaba aún la doctrina perjudicial de Broussais, y en 1829 la Academia de Medicina había declarado:
«Que pretende seguir en la duda respecto al carácter contagioso de la dotienteria».
El genial médico de Tours había definido, sin embargo, las nociones de contagiosidad y de especificidad:
«Lo repito, pues, aún otra vez, escribía a su amigo Blanche que acababa de perder su hijo de difteria, un germen especial propio de cada contagio da origen a cada enfermedad contagiosa.
El germen productor es el que engendra y disemina las plagas de las enfermedades epidémicas».
Esta concepción profética de la enfermedad infecciosa llevaba un avance de medio siglo y no pudo resquebrajar la solidez de los dogmas que regían en el momento.
Trousseau, el más fiel apóstol de la enseñanza de su maestro, todavía dudaba en 1854 en pisarle los talones:
«Querido maestro: yo no creo en la generación espontánea, como tampoco usted cree en ella, desde luego.Queda por saber si la difteria realmente nace de un germen...»
Un obstáculo imprevisto en la lucha contra la tuberculosis fue la aparición en 1859 de la obra maestra de Charles Darwin, Del origen de las especies por vía de selección natural, que tuvo una profunda repercusión.
La primera propuesta de Darwin, traducida por el adagio popular:
«El hombre desciende del mono», fue vehemente rechazada: «¡Dios mío, decía una vieja dama en un salón, qué horror!... si al menos eso no se propaga.»
Pero la teoría de la selección fue bien acogida por una generación adicta a la idea de progreso, ávida de conquistas, y que admitía como mal necesario la lucha por la existencia: «struggle for life».
La tuberculosis se le apareció como un gran factor de selección, que aniquilaba a los menos resistentes y salvaba a los más vigorosos. Su azote siguió reinando hasta finales de siglo.
El conde de Hasonville comentaba así sus estragos:
«Si en el siglo XIX el cólera costó a Francia 400.000 ciudadanos, si la guerra desde Marengo a Tonkin nos ha quitado dos millones de hombres, la tuberculosis, durante este mismo tiempo, ha destruido nueve millones de franceses.»
Los «enfermos del pecho», débiles criaturas de ojos brillantes por la fiebre, sacudidos por accesos de tos, inspiran a los poetas y a los novelistas, pero no retienen, en Francia, la atención de los higienistas.
En el extranjero, en particular en España y en Itaila, se teme la tisis como enfermedad peligrosamente contagiosa, Chateaubriand lo experimentó durante su estancia en Roma con madame de Beaumont en el año 1803:
«He extendido en su nombre una letra de cambio, escribe a Fontanes el autor de Memorias de ultratumba.
Estoy en un gran apuro.
Esperaba conseguir 2.000 escudos con mis coches; paro como, por una ley del tiempo de los godos, la tisis ha sido declarada en Roma enfermedad contagiosa y madame de Beaumont subió dos o tres veces en mis carruajes, nadie los quiere comprar.»
Una desgracia más cruel le aconteció a George Sand, que fue expulsada de Mallorca en 1838, donde se encontraba con Chopin pasando una temporada porque «él se iba del pecho».
No lograron alquilar ningún coche y hubo que trasladar a Chopin en carretilla hasta el embarcadero.
En Barcelona el hotelero quemó el lecho en el que Chopin se había acostado y le presentó la factura. Este hotelero era un discípulo inesperado de Bretonneau.
En 1865, Jean-Antoine Villemin, profesor en Val de Gráce, observó lesiones tuberculosas en la autopsia de conejos inoculados con productos tuberculosos humanos.
La Academia de Medicina se contentó, sin sacar conclusiones, en registrar su comunicación:
«La tuberculosis es una afección específica, su causa reside en un agente inoculable.»
Este fue, sin embargo, un momento histórico decisivo en la historia de dicha enfermedad.
Pero sólo en 1889, a pesar de la vigorosa oposición de Germain Sée, la Academia admite este contagio que todos los hechos de observación denunciaban.
Mientras tanto, Chauveau, haciendo ingerir a unas becerras esputos tuberculosos, había demostrado magistralmente la infección por vía digestiva.
En 1882, Robert Koch, gracias a los medios técnicos, descubría en el microscopio el bacilo ácidorresistente que lleva su nombre, y confirmaba así, 17 años más tarde, los trabajos de sus precursores franceses.
Indiferente a las bajas temperaturas, el agente de la tuberculosis se destruía con el calor, a 100 grados.
Para combatirlo se atribuyó al sol el papel mitológico de .gran purificador.
De este modo, con un rodeo, se confirmaba lo «pernicioso» de las chabolas oscuras y húmedas, y de los callejones donde no podían entrar los rayos del sol.
En París la mortalidad por tuberculosis en estos barrios insalubres era de 104 por 10.000 habitantes; en el barrio de la Madeleine era sólo de 20, y en Champ-Elysées, de 11.
Esta constatación inspiró las primeras medidas de urbanismo.
El barón Haussmann, prefecto del Sena en 1853, decidió reemplazar los viejos barrios del centro de París por barrios opulentos.
Su objetivo, en realidad, era abrir grandes vías para permitir el despliegue de una estrategia antirrevolucionaria.
Los barrios obreros fueron rechazados a la periferia de la capital; las expropiaciones y las construcciones nuevas provocan un aumento considerable de los alquileres, tan contagioso como la tuberculosis.
Las operaciones de este «Atila de la expropiación» endeudaron gravemente la capital, y Jules Ferry los denunció en un panfleto titulado Las cuentas fantásticas de Haussmann.
No hubiera habido una revolución médica en el siglo XIX si ésta no hubiera sido precedida por una revolución biológica, que debutó con la bacteriología.
La aparición de la clínica, a principios de siglo, enseñó al médico a fundar su diagnóstico según elementos patológicos recogidos por medio de una exploración sistemática del enfermo: el acto médico se funda solamente en el sentido de observación y la perspicacia del práctico.
Ninguna prueba, ningún análisis pueden confirmarlo o invalidarlo.
El nombre de Robert Koch está ligado al agente responsable de la tuberculosis, nacido en Clausthal en 1843.
Fue un gran bacteriólogo, al que se debe además la técnica de cultivo de microbios sobre rodajas de patatas, utilizado durante mucho tiempo, y los descubrimientos de la espora de la bacteridia carbonosa y del vibrión colérico.
En 1880 llevó a cabo una campaña tan injusta como ridícula contra Pasteur, al que consideraba «incapaz de cultivar los microbios en estado puro e incluso de reconocer el vibrión séptico» y puso en duda la vacuna anticarbonosa.
La imagen insigne de Koch está empañada por otro incidente:
En 1890 creyó haber hallado el remedio específico de la tisis utilizando «linfa» extraída de los caldos de cultivo del bacilo, «linfa Koch o tuberculina».
Este comunicado en un congreso internacional de Berlín fue demasiado apresurado y torpe.
Los periódicos extendieron inmediatamente esta información sensacional y los enfermos acudieron de todo el mundo a buscar la curación gracias a esta linfa milagrosa. Muchos de ellos murieron, pues la tuberculina agravaba el mal y provocaba lesiones nuevas en el punto de inoculación.
Desde el momento en que la propiedad de contagio de la tuberculosis fue finalmente reconocida se declaró la guerra al bacilo de Koch.
La propuesta de declaración obligatoria de la enfermedad chocó con argumentos insalvables: violación del secreto profesional y temor del rechazo del enfermo por su familia y la sociedad. Realmente, la repercusión económica de un problema de salud se planteaba por primera vez.
La hospitalización de los enfermos contagiosos, y el que se encargara de ellos el estado, era una eventualidad irrealizable.
Se vuelve a una tesis tolerable para las finanzas públicas. Ya que el bacilo está en todas partes lo que importa es conseguir que el individuo sea capaz de resistir a él.
La mejora de las condiciones de existencia, la supresión de «nidos de tuberculosos» iban a la par con la preocupación por mejorar la higiene y la alimentación.
Fuente Consultada: Historia Cultural de la Enfermedad Marcel Sendrail El Siglo de la Enfermedad Contagiosa
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