Concordato de Worms: Reformas Eclesiasticas de Gregorio VII Querella

Concordato de Worms
Reformas Eclesiásticas de Gregorio VII

Había sido el emperador Otón I quien estableció el uso de dar a los obispos también el título de condes de la ciudad donde ejercían su misión.

Eligiendo hombres de Iglesia, y no hombres de armas, el emperador se aseguraba una mayor fidelidad y evitaba el peligro de que los condes se coligaran contra él.

Pero la costumbre era tan ventajosa para el imperio como dañosa para la Iglesia.

En efecto, dado que los obispos se convertían en funcionarios del emperador, era lógico que éste pretendiera nombrarlos: podía así elegir hombres de su absoluta confianza.

Los sucesores de Otón y los emperadores de la casa de Franconia, que sucedieron a aquellos, siguieron dicho sistema.

Cualquier persona, por el mero hecho de ser grata al emperador, podía recibir el episcopado.

El emperador, para salvaguardar sus propios Intereses, elegía personas aptas; para el gobierno y expertas en intrigas políticas; pero dichas personas no eran precisamente las mejor dotadas pura el sagrado ministerio.

Era necesario que la iglesia pusiera término a este escándalo.

LA REFORMA ECLESIÁSTICA-Nicolás II:

Por ese mismo tiempo, la Sede Pontificia Romana se hallaba gravemente comprometida.

Hasta Carlomagno, los Papas habían sido elegidos por el pueblo de Roma; luego, con el feudalismo, cayeron bajo la influencia de los señores; y ahora, bajo el Imperio, debían contar con la aprobación de los soberanos.

De esta manera se originaron los graves problemas, algunos tratados en este sitio.

Evidentemente so necesitaba una doble reforma: independizar la Iglesia de la influencia de los emperadores, y renovarla disciplina interna.

Ambas cosas se consiguieron en muy poco tiempo.

En el año 1059 fue elegido Papa Nicolás II, quien de inmediato y sorpresivamente reglamentó la elección de los futuros Pontífices: en adelante los elegirían los cardenales, sin necesidad de la aprobación del Emperador.

La medida fue muy alabada, pero parecía constituir un desafío al poder Imperial.

De acuerdo al nuevo sistema aprobado, en el año 1073 fue elegido Papa el monje cluniacense HILDEBRANDO, quien tomó el nombre de Gregorio VII: fue el personaje destinado a ser el gran reformador y una de las figuras cumbres de la Iglesia.

Hombre culto y muy piadoso aunque sumamente enérgico, Gregorio desde el comienzo de su gobierno se sintió llamado no sólo a purificar la Iglesia de todas sus fallas, sino además a imponer la Supremacía Pontificia sobre todos los reyes y príncipes cristianos.

La primera medida que tomó ese mismo año fue dirigida a la prescripción del celibato eclesiástico mediante la prohibición del matrimonio de los sacerdotes (nicolaísmo).

La disposición no perseguía tanto la práctica de la virtud de la castidad como el afianzamiento de su política teocrática.

De hecho, como luego sucedería con los posteriores decretos sobre la simonía, sólo se publicó en los dominios del emperador, contra quien la lucha por el poder político se libraba sin cuartel.

Suponía el papa que el celibato evitaría la descendencia y, con ella, la posible transmisión hereditaria de los derechos feudales, auténtico núcleo de la cuestión.

Aunque en principio tales derechos no se trasmitían hereditariamente y requerían de una investidura específica por parte del señor, ésta solía recaer sobre los descendientes del vasallo que no se hubiesen hecho indignos de ella.

Finalmente, en muchos de los casos, acabó por reconocerse el derecho de herencia.

De inmediato convocó un concilio que aprobó estas famosas reformas: bajo pena de excomunión se prohibió a los civiles entrometerse en los asuntos internos de la Iglesia y conceder cargos eclesiásticos.

Igualmente se penaba a los clérigos que los aceptaban o que vivían casados.

Estas pretensiones papales llevarán a un enfrentamiento con el emperador alemán en la llamada Disputa de las Investiduras, que en el fondo no es más que un enfrentamiento entre el poder civil y el eclesiástico sobre la cuestión de a quién compete el dominio del clero.

Numerosos Legados Pontificios se desplazaron por toda Europa controlando el cumplimiento de estas directivas y deponiendo a los transgresores, pues para reyes y emperadores los feudos eclesiásticos antes que eclesiásticos eran feudos.  

Entonces fue cuando intervino en la lucha el Emperador.

Ocupaba el trono imperial Enrique IV, príncipe prepotente y ambicioso, poco dispuesto a perder sus privilegios.

En un principio desconoció las órdenes pontificias y siguió confiriendo dignidades eclesiásticas como si nada hubiera pasado.

El Papa Gregorio le envió amistosos avisos y luego protestas más enérgicas.

Finalmente, se vio en la necesidad de excomulgarlo, y —cosa nunca vista— lo destituyó de emperador.

Con motivo de la publicación de la bula de excomunión contra el emperador, la nobleza opositora logró convocar en Tribur la Dieta imperial con la manifiesta intención de deponer al monarca, aprovechando además que los rebeldes sajones estaban de nuevo en pie de guerra.

Enrique IV se vio en situación comprometida.

Ante el peligro de que el papa aprovechara esta reunión para imponer sus exigencias y amenazado además de deposición por los príncipes si no era absuelto de la excomunión, Enrique IV decide ir al encuentro del papa y obtener de él la absolución.

Como se observa, el resultado fue tremendo: los príncipes alemanes se reunieron en Tribur y apoyaron al Papa desligándose del soberano.

Entonces Enrique, viéndose perdido, se dirigió a Canosa, en el norte de Italia, en donde se encontraba el Papa, para pedirle el levantamiento del castigo.

Gregorio, luego de tres días de espera, le concedió el perdón y lo restituyó en el trono. Su triunfo había sido completo.

Con todo, la lucha aun prosiguió unos años hasta que con el "Concordato de Worms” se llegó a un acuerdo: el Papa y el Emperador reconocían su mutua independencia en sus respectivas esferas.

Este conflicto también se conoce como la Querella de las Investiduras

• ►PARA SABER MAS...
¿QUIEN FUE A CANOSA, EL REY O EL PAPA?

La asamblea de Worms decretó la destitución de Gregorio, pero no designó un nuevo papa.

El concilio de Roma, a su vez, destituyó a Enrique IV, pero no indicó un candidato oficial para sucederlo.

La puerta estaba así abierta para las negociaciones.

La posición de Enrique, luego del episodio de la excomunión, se deterioró sensiblemente.

Godofredo de Lorena, jefe eventual del ejército que invadiría Italia, murió asesinado.

Los principales jefes sajones rebeldes a Enrique escaparon, al ser facilitada su fuga por el obispo que estaba a cargo de su custodia.

Las deserciones se multiplicaron en el bando del rey, pues las sentencias de excomunión atemorizaban a todos, especialmente a los religiosos más sinceros.

Enrique, entonces, trató de reunir a los obispos en asambleas, con el objetivo de condenar a Gregorio, pero éstos no comparecieron.

Al soberano le quedaba un solo camino: volver atrás.

Promulgó documentos en que prometía obediencia a la Iglesia. Mientras tanto, los jefes de la oposición sajona trabajaban activamente para derrocarlo.

Se proponían presentar la cuestión de la sucesión del rey en una asamblea (Dieta) que convocaron en Tribur.

Pero los legados del papa se dirigieron allí con la orden de promover un posible retorno de Enrique, y de reservar al papa la prerrogativa de promulgar la sentencia final.

Los príncipes sajones resolvieron entonces que Gregorio VII debía trasladarse a Alemania para escuchar los argumentos del rey y de los príncipes, y decidir la cuestión.

El papa evidentemente aceptó el papel de arbitro y se dirigió al castillo de la condesa Matilde, en Canosa, donde debía aguardar la llegada de una escolta que le enviarían los príncipes para conducirlo a Alemania.

Al tener noticia de esto, Enrique IV resolvió adelantarse, y viajó en secreto a Italia, a fin de convencer al papa para que le concediese la absolución.

Al llegar a Lombardía, el rey alemán encargó a su padrino, Hugo de Cluny, a la condesa Matilde y a su suegra Adelaida de Saboya, que intercedieran en su favor ante el papa.

Gregorio, en un principio, respondió que era contrario al derecho canónico instruir el proceso de un acusado sin contar con la presencia de sus acusadores, e invitó al rey a comparecer ante la asamblea de los príncipes sajones en Augsburgo.

Enrique IV, sin embargo, no desistió de su propósito, y se dirigió vestido humildemente a las puertas del castillo, permaneciendo allí durante tres días bajo el rigor del invierno.

El papa concluyó por ceder, le concedió el perdón y aceptó su juramento de fidelidad.

Ese perdón resultó ventajoso para Enrique.

Su juramento no se refería a ningún asunto en especial y pasó por alto las cuestiones que motivaron la ruptura, sobre todo el problema de las investiduras.

Si comparecía ante la asamblea de Augsburgo lo haría como rey, recién absuelto por el papa, quien difícilmente estaría en condiciones de decretar nuevamente su condenación.

Quedaba así libre el camino para que el rey reiniciase la guerra con los señores feudales y les exigiese obediencia.

En Alemania, los partidarios del papa quedaron decepcionados, y los sajones, desconfiados, disolvieron la asamblea de Augsburgo.

Los clérigos que antes vacilaban en apoyar a Enrique o Gregorio, se apresuraron a reaproximarse al rey.

La debilitada oposición a Enrique IV llamó a una asamblea a realizarse en marzo de 1077 en Forchheim.

Allí sólo comparecieron dos legados de Gregorio, con la misión de evitar que se eligiese un nuevo rey.

Al igual que Gregorio, Enrique declaró que no podía ir a Forchheim.

Por lo tanto, ninguno de los dos asistió a la asamblea que decidió destituir a Enrique y elegir rey de Alemania a Rodolfo, duque de Suabia.

Este se apresuró a expresar su obediencia a Gregorio y a auxiliar a los legados papales a ejecutar en Alemania los decretos contra el nicolaísmo y la simonía.

La situación, para Gregorio, había sufrido un gran cambio.

Antes, debido a su suspensión del juramento de fidelidad a Enrique, no había legítimamente, según las ideas de la época, ningún rey; ahora existían dos.

La posesión real del poder sólo podría ahora ser resuelta por la lucha armada entre ambos contendientes.

El papa creyó que estaría en sus manos consagrar al soberano legal. Pero se sorprendió cuando ninguno de los dos rivales solicitó su viaje a Alemania.

No lograba comprender bien la situación creada, pues se hallaba confundido por informaciones siempre atrasadas y contradictorias.

A principios de 1078 renunció definitivamente al viaje, mientras las dos facciones se hallaban ya combatiendo.

Esta fue una guerra que se prolongó, en forma intermitente, hasta enero de 1080, cuando los dos ejércitos chocaron en la batalla de Forchheim, en Turingia.

Los dos jefes se proclamaron vencedores, aun cuando la ventaja aparente había sido lograda por Enrique IV.

Probablemente mal informado de lo acontecido, y suponiendo a Rodolfo único vencedor, Gregorio reunió al concilio de cuaresma en marzo y, señalando la "perversidad" de Enrique, resolvió excomulgarlo nuevamente.

Fuente Consultada: Historia Antigua y Medieval de A. Drago

Enlace Externo:Concordato de Worms en el Archivo Apostólico Vaticano.


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