La Sifilis de Enrique VIII,Rey de Inglaterra: Pruebas de su Enfermedad

La Sifilis de Enrique VIII Rey de Inglaterra

Las seis esposas y las muchas enfermedades de Enrique VIII:

Así como hay constancia de que Iván era sifilítico, no hay ninguna seguridad de que su contemporáneo, Enrique VIII de Inglaterra, también lo fuera.

Muchos escritores de la época lo negaron, aunque todo el mundo coincidía en que, además de las importantes heridas sufridas en los torneos, padecía varias enfermedades: gota, várices, osteomielitis del fémur y escorbuto, sin hacer especial mención a su obesidad; todas ellas han sido sugeridas como probables causantes del cambio de carácter que evidenció alrededor de los cuarenta años.

En razón de la diferencia de opiniones, es razonable reexaminar evidencia porque, cualquiera haya sido la causa, ha ejercido una notable influencia en el destino del naciente Imperio británico.

Digamos que no había una razón específica por la cual Enrique tuviera que padecer esas discapacidades.

Alguien del siglo XVI que viviera hasta los cincuenta y seis años tendría que haberse considerado afortunado si sólo sufría una enfermedad crónica, ya que la mayoría no tenía tratamiento.

Enrique intervino en los deportes más violentos de su época, y comía y bebía en exceso; en los últimos años fue monstruosamente obeso, por lo que nada pueden sorprender sus várices.

La gota y el escorbuto, desórdenes asociados a la dieta, eran comunes para el estilo de vida que llevaba.

Ninguno de estos síntomas puede ser tomado como prueba para aseverar que la sífilis era la causante “oculta” de esos males.

Enrique nació en 1491, al menos dos años antes de que la sífilis apareciera en Europa.

Por lo tanto, no es necesario indagar entre sus antepasados, aunque sí entre sus descendientes.

La primera de sus esposas, Catalina de Aragón, madre de la reina María, tuvo un hijo varón que murió a los pocos días de nacer, y le siguieron al menos tres abortos en el séptimo u octavo mes de embarazo.

Ana Bolena, la madre de Isabel I, sufrió un aborto a los seis meses y otro a los tres meses y medio.

Jane Seymour tuvo a Eduardo Vl, nacido en 1537, y es muy poco probable que haya concebido nuevamente en los diecisiete meses que duró su vida marital.

El cuarto casamiento con Ana de Cléves no fue consumado.

Tampoco hay antecedente de embarazos de Catalina Howard, casada con Enrique entre 1542 y 1544, o de Catalina Parr, su viuda en 1547, después de cuatro años de matrimonio.

Enrique tuvo, al menos, cuatro hijos.

El único varón ilegítimo conocido fue Henry Fitz Roy, conde de Richmond, quien murió a los diecisiete años por una infección pulmonar, quizá tuberculosis.

Isabel I falleció a los sesenta y nueve años; se dice que era corta de vista y pudo haber tenido razón en creer que no podía dar a luz.

María Tudor murió a los cuarenta y dos años, era corta de vista, hablaba en voz alta —un rasgo típico de los sordos— y su nariz era ancha y chata, de la que manaba un pus maloliente que provocaba permanentes quejas de su esposo Felipe II.

El único hijo legítimo, Eduardo VI, murió en 1553, a los quince años.

Nunca fue un niño sano y la causa de su muerte permanece en el misterio.

Justo un año antes, en abril de 1552, se enfermó de sarampión y viruela y se pensó que era “una manifestación, para purificar su cuerno de insalubres humores, que ocasionan largas enfermedades y la muerte”.

Hay casi certeza de que, desde comienzos de 1553, su salud se agravó por una tuberculosis pulmonar.

Una erupción en la piel apareció en las últimas dos semanas de su vida, las uñas se le cayeron y los extremos de los dedos y pies se necrosaron.

Se cree, según diferentes opiniones, que fue envenenado.

Cualquier incidente aislado en esta historia bien podría ser debido a otra enfermedad, no obstante, la incidencia es acumulativa.

Los tres hijos de Catalina de Aragón murieron antes de nacer y todos después del cuarto mes de embarazo, y Ana Bolena tuvo un aborto a los seis meses.

Eduardo murió en 1552, luego de una erupción en la piel que parecía tuberculosis sifilítica congénita.

En resumen, tenemos la miopía de Isabel y María, más la presumible sordera de esta última y la base de su nariz achatada con una continua y maloliente secreción nasal; cualquiera de estos síntomas podría ser resultado de una sífilis congénita.

Por último, tenemos la evidencia de los dos últimos casamientos de Enrique: si, como aseguran los historiadores, su política en este sentido era dictada por un profundo deseo de crear una rama fuerte de los Tudor, entonces se infiere que Enrique se volvió estéril o impotente cerca de los cuarenta años, lo que constituye un fuerte argumento a favor de la sífilis.

En su juventud Enrique fue descrito por el veneciano Pasquiligo como “el más elegante potentado que yo haya visto, con una altura mayor que la común y piernas y pantorrillas extremadamente finas, de tez blanca y brillante, cabello castaño rojizo, peinado corto y lacio y una cara redonda tan bella que le sentaría a una hermosa mujer.

El muchacho, de diecinueve años, lo tenía todo: belleza física, una magnífica presencia, encanto e inteligencia.

Disfrutaba de todos los deportes, el baile y la música, y su consejero, el cardenal Thomas Wolsey, aclara que era sólido en sus ideas, de opiniones firmes, difícil de disuadir.

En febrero de 15 14, cuando tenía veintitrés años, se enfermó de viruela, aunque sin pústulas, y se recuperó por completo.

Quizás estemos justificados al cuestionar ese diagnóstico, así como cuestionamos la naturaleza de la erupción de su hijo en 1552.

En 1521 Enrique sufrió el primer ataque de paludismo, una enfermedad muy común en el siglo XVI en Inglaterra, que, con intermitencias, aparecerá durante el resto de su vida.

Tres años después, en 1524, tuvo un accidente mientras sostenía una justa con el duque de Suffolk, aunque no fue herido de gravedad.

Enrique comenzó a padecer dolores de cabeza en 1527 y a lo largo de ese año y el siguiente desarrolló una úlcera notable en uno de sus muslos (tal vez, en los dos), que lo molestó hasta su muerte.

En el crucial año de 1527 tenía treinta y seis años; hasta entonces había reinado con buen juicio y moderación.

Más de un peligroso motín había sido reprimido firmemente aunque sin crueldad para las prácticas habituales de la época.

Durante esos años Enrique instauró la administración naval, construyó barcos, fundó la Casa Trinidad, mejoró puertos, levantó astilleros y almacenes.

En 1521, secundado por “todos los eruditos de Inglaterra”, escribió una respuesta agresiva a Martin Lutero, que le valió el título de Defensor de la Fe, otorgado por el papa León X y empleado por sus sucesores hasta la actualidad.

También fomentó el empeño de Tomás Moro para proveer una reserva de agua limpia y cloacas.

Desde la muerte negra la medicina había dejado de ser una prerrogativa de la Iglesia, con el consiguiente florecimiento de charlatanes e iletrados.

Parte del cambio del carácter de Enrique, sin duda, se debió a las preocupaciones que le causaba su divorcio de Catalina, ya que las discusiones se prolongaron seis años.

La primera señal de desequilibrio apareció en 1531, cuando Enrique permitió que se promulgara una ley que castigaba al reo hirviéndolo hasta la muerte.

Al menos tres personas fueron ejecutadas de esa manera, y el acta en cuestión fue abolida a los pocos meses de la muerte del soberano, por recomendación de los consejeros de Eduardo VI.

En 1533 dictó la primera “acta de traición”, por la cual cualquier persona que difamara su casamiento con Ana Bolena, o que tratara de perjudicar la sucesión, sería considerada culpable de traición, condenada a la horca o a ser descuartizada en vida.

El reinado del terror comenzó en 1534, con una indiscriminada matanza de luteranos, anabaptistas católicos y lollars.

Esto fue seguido por una cruel ejecución del prior de Chaterhouse y todos sus monjes, y la decapitación de Tomás Moro y el obispo John Fisher.

El 17 de enero de 1536 Enrique sufrió una profunda herida durante una justa y estuvo inconsciente por más de dos horas, logrando una recuperación definitiva el 4 de febrero.

Por entonces, su conducta hacia Ana Bolena era salvaje.

Como cabeza de la Iglesia de Inglaterra habría podido divorciarse de ella, pero prefirió condenarla a muerte y declarar bastarda a su hija.

La represión en las abadías en 1538-1540 se caracterizó por la condena a la horca de cualquier abad o monje que se resistiera a mostrar sumisión.

El vandalismo desatado, que provocó la destrucción de la mayor parte de las obras de arte, no habría sido tolerado por el brillante y culto joven estudiante que subió al trono en 1509.

Durante los años de represión Enrique sufrió continuamente de dolores de cabeza y garganta, insomnio y úlcera en la pierna.

En mayo de 1538, a los cuarenta y siete años, se dice que estuvo un tiempo sin hablar con muy mal semblante, y su vida en gran peligro”.

El embajador francés Castillon asoció ese ataque con la cicatrización de la fístula en su pierna.

Por esta razón se ha sugerido que Enrique sufrió una embolia pulmonar por un coágulo de una vena varicosa.

La pérdida del habla, sin embargo, está más asociada con un posible ataque de apoplejía.

En 1539 apareció el Estatuto de los Seis Artículos, una notable pieza de legislación dirigida contra cualquiera que atentara contra la posición de Enrique como cabeza de la Iglesia en Inglaterra; los protestantes eran quemados como herejes y los católicos romanos, colgados como traidores.

La vacilante política del rey respecto de la extensión de la reforma religiosa probablemente reflejaba la influencia de sus esposas.

No hay duda de que Enrique se avergonzaba de la fealdad de Ana de Cléves, presentada a él por el partido reformista que condujo a la caída de Thomas Cromwell, poniendo en peligro al mejor amigo de Enrique, el arzobispo de Cranmer, para terminar en una renovada persecución de los protestantes.

La impresión que queda es que Enrique comenzó con la intención de reformar lo que era su propia iglesia y luego retrocedió, frente a las posibles consecuencias que podía acarrearle esa medida en el día del Juicio Final.

En este punto se sugiere la evidencia de una mente dividida: una tratando de mostrarse a sí mismo como hijo leal a la Santa Madre iglesia; la otra, intentando manejar a la Iglesia según su propio deseo.

Enrique nunca perdió el control de los asuntos de Estado.

De hecho, después de la caída y muerte de Wolsey en 1529, se inclinó por una monarquía absoluta más que constitucional.

Tres años antes de su muerte dirigió en persona al ejército durante la guerra contra Francia y supervisó las medidas de combate.

Aunque prematuramente avejentado, con el pelo blanco y muy obeso, conservó la capacidad mental y física hasta el final.

Tampoco murió como Iván, aterrorizado y sin sentido.

Los relatos sobre su muerte varían y la verdadera causa permanece oscura, aunque murió pacíficamente, dándole la mano al arzobispo Cranmer, el único amigo que lo acompañó hasta el fin de sus días.

No existe un diagnóstico indiscutible en el caso histórico de la sífilis de Enrique VIII, pero ciertos indicios despiertan sospechas. Un estudiante de medicina moderno está entrenado en buscar las cosas simples antes que lo complicado. Si examinamos un niño de quince años que sufre temperatura alta, dolor abdominal y sensibilidad en el flanco derecho con cierta rigidez muscular, pensaremos en no excluir una apendicitis o peritonitis antes de considerar un tipo raro de enfermedad.

A continuación, el estudiante debería hacer coincidir signos y síntomas en una entidad clínica, antes de decidir si el paciente sufre de dos o más afecciones. De igual manera debe ser considerada la historia de Enrique VIII.

El rey, sin duda, sufrió de varias dolencias menores, pero la historia médica, la historia obstétrica de sus reinas, la sospechosa muerte de su hijo Eduardo, las incapacidades de su hija María, aun la leve miopía de Isabel, deben ser tenidas en cuenta en el diagnóstico.

Todas pueden ser separadas describiendo distintas formas de dolencias que, al agruparse, proporcionan una evidencia más que sugerente. La sífilis fue una infección muy común a principios del siglo XVI y no existe una buena razón para descartar que Enrique se haya librado de ella.

Sea cual fuere la naturaleza de sus dolencias, o la combinación de ellas, ejercieron un profundo efecto sobre el futuro de Inglaterra. La incapacidad para producir una línea sana de varones fue el comienzo del fin de la dinastía Tudor, teniendo en cuenta que no hubo nietos legítimos o ilegítimos.

La firme y eficiente autoridad de los Tudor dio paso al débil intento de los Estuardo, sumiendo al país en una guerra civil.

Después de la muerte de Enrique, Eduardo, de nueve años, accedió al trono bajo la tutela de la familia de su madre, los Seyrnour.

Con su patrocinio, Eduardo lideró mejor que nadie a los protestantes.

La expoliación de las propiedades monásticas continuó y la mayor parte de las tierras, tesoros y rentas fueron arrebatados por los ansiosos nobles.

Había todavía un considerable afecto por la vieja fe.

Los fanáticos iconoclastas del reinado de Enrique no eran queridos por el sucesor y su media hermana María procedió, con moderación, a restaurar a la Iglesia católica romana, quizá no con su antiguo poder pero sí como la religión oficial.

No hay duda de que María persistió en su política a pesar de las advertencias de su esposo, el católico Felipe II de España, y de que podría haber sido una honorable defensora de la fe pura contra la herejía.

Pero, mentalmente insana, no escuchaba razones.

Causó la muerte en la estaca de trescientos hombres y mujeres del pueblo en un período de tres años, con lo cual aseguró que la mayoría de sus súbditos considerara más diabólico al catolicismo romano que el paganismo.

El ascenso al poder de Isabel I se produjo muy tarde y la llegada de la tolerancia religiosa fue impensable durante muchos años.

El efecto de la persecución de María es evidente aun en la actualidad.

Todavía es difícil desentrañar muchos sucesos del siglo XVI porque la explicación dada por los escritores protestantes a menudo difiere de la versión de los católicos.

Todavía hoy tenemos esos distantes fuegos, como brasas encendidas, en Irlanda del Norte.

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