El Oro del Antiguo Egipto:Los Tesoros de Hatshepsut Nubia
El Oro del Antiguo Egipto
Los Tesoros de Hatshepsut
Ni Salomón ni el propio Yahvé fueron los primeros en utilizar el oro para inspirar reverencia.
Probablemente fueron los antiguos egipcios quienes marcaron el estilo emulador de religiones ulteriores, incluida la hebrea.
Debido al carácter monoteísta de su religión, los judíos lo tuvieron fácil en comparación con los egipcios, que contaban con más de dos mil deidades, muchas de las cuales guardaban alguna relación con el todopoderoso Sol.
Se hade consumir muchísimo oro para convencer a todo un pueblo del poder y de la omnisciencia de dos mil deidades.
Los cristianos, con un solo Dios al que adorar pero vanos miles de santos a quienes venerar, se enfrentaron con una situación similar.
El uso del oro constituía en Egipto una prerrogativa real, lejos del alcance de cualquiera que no fuese el faraón.
Esa limitación coadyuvó a que éste asumiera un rol divino y respaldó su carácter celestial, capacitado como estaba para adornarse con la misma sustancia que había embellecido a sus dioses.
La orfebrería del oro en Egipto era un arte excelso, al servicio de los monarcas, vivos o muertos.
Una demostración impresionante del empleo del oro como proyección del poder la realizada por un faraón fascinante, en realidad una mujer, descrita por el egiptólogo James Henry Breasted como «la primera gran señora del mundo»: Hatshepsut.
Era hija de Tutmosis I, primer faraón enterrado hacia 1482 a.C. en el Valle de las Tumbas de los Reyes enlebas.
Cuando Hatshepsut arrebató el poder a su sobrino-hijastro, hacia 1470 a.C., se proclamó faraén hasta su muerte, sobrevenida hacia 1458 a.C., y era conocida por unos ochenta títulos, entre los que figuraban los de Hijo del Sol y Horus Dorado (el dios egipcio de la luz); aunque prescindió de la oportunidad de añadir el tradicional título real de Toro Potente, quedó sin embargo representada como un varón en la mayoría de las obras de arte de su tiempo.
Hatshepsut era, en cualquier orden, una mujer impresionante.
La reina Hatshepsut lleva años descansando en el tercer sótano del Museo Egipcio de El Cairo. Los científicos han tenido que realizar pruebas de ADN y varios escáneres a la momia para determinar que los restos son los de una de las figuras clave del antiguo Egipto, y no de su nodriza, como se pensaba hasta ahora. La clave estaba en una muela.
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Consiguió un gran incremento del comercio egipcio con Palestina, Siria y Creta, que había languidecido durante los ciento cincuenta años anteriores mientras Egipto estuvo ocupado por unos invasores asiáticos, los hicsos.
Durante su reinado fue incesante la búsqueda del oro, que se extendió cada vez más hacia el sur, probablemente hasta el interior de la actual Zimbabwe.
La demanda de oro por parte de Hatshepsut era enorme porque fue una constructora capaz de avergonzar a Luis XIV y su Versalles.
Gustaba también de cubrirse la cara con una mezcla de polvo de oro y plata.
Cuando decidió erigir un monumento a Amén Ra, el dios principal de Tebas, su diseño original incluyó dos columnas de oro de unos 30 m. de altura, visibles por encima de las murallas del complejo de Karnak, que cubría una superficie mayot que el Estado Vaticano.
Después de que su canciller la convenciera para que fuese más económica, alzó columnas de granito y sólo cubrió de oro los remates.
Pero incluso eso requirió cantidades generosas.
Concluida la obra, declaró: «Esas altura horadan el cielo ...] sus rayos inundan los Dos Países cuando el sol se alza entre ambas [...] Quienes después de muchos años vean estos monumentos dirán: “No sabemos cómo pudieron haber alzado montañas enteras de oro.”»
Buena parte del oro de los tiempos bíblicos y del antiguo Egipto —aproximadamente unos cuatro mil años antes de Cristo— procedía de las tierras yermas e inhóspitas del Egipto meridional y de Nubia; nub era el término egipcio para designar el oro.
Nubia siguió proporcionando oro al mundo occidental hasta bien entrado el siglo XVI.
Según una autoridad, la producción de las minas de Nubia «superaba con mucho a la cantidad extraída de todas las minas del mundo conocido en épocas subsiguientes hasta el descubrimiento de América».
Los egipcios desarrollaron estas minas a partir de zanjas poco profundas, pero con el tiempo llegaron a abrir en los montes complejas galerías subterráneas.
Cuanto más hondas eran las minas, mayor era el dolor humano que costaba su excavación.
La mejor descripción de los horrores experimentados por los obreros de esas minas es la brindada por Diodoro, un griego que visitó Egipto hacia la época en que César gobernaba Roma.
El aire de las galerías era fétido y enrarecido por las pequeñas velas que apenas iluminaban las opresivas tinieblas.
Reinaba un calor insoportable, la tierra cedía con frecuencia y las aguas subterráneas constituían un peligro en todo momento.
Los fuegos empleados para quebrar el cuarzo de las rocas despedían vapores de arsénico que provocaban una muerte atroz a quienes los inhalaban.
Los esclavos habían de trabajar tumbados boca arriba o de lado y estaban literalmente condenados a morir ya friese por agotamiento o aplastados por las rocas.
No es extraño el predominio de la esclavitud, ni que las guerras revistiesen tanta importancia, puesto que las victorias militares aportaban nuevas dotaciones de esclavos para las minas.
Diodoro nos cuenta que los reyes de Egipto no limitaban la población esclava a los delincuentes notorios o a los cautivos conseguidos en las contiendas, sino que también se apoderaban de sus «parientes y conocidos», hombres, mujeres y niños sometidos al imperio del látigo y sin vivienda o asistencia de ninguna clase.
Conforme a una disposición ingeniosa, los esclavos eran vigilados por mercenarios de naciones muy diferentes.
Como ninguno de ellos hablaba su idioma, los esclavos contaban con escasas oportunidades de corromper a sus guardianes o de conspirar con ellos para conseguir escapar.
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