El Valor de la Sal: Historia e Importancia en Africa Para el Trueque
El Valor de la Sal en la Historia
Uso en Trueques en África Sal-Oro
Aunque los traficantes árabes y europeos medievales ofrecían ocasionalmente a los africanos mercancías o incluso las monedas de plata y de cobre que éstos estimaban más que el oro, la mayor demanda recaía sobre la sal.
Los seres humanos no pueden vivir sin sal, pero los que vivían en los territorios auríferos tuvieron que sentir una necesidad anormalmente intensa e insaciable de ella.
Experimentaban la desgracia de vivir en unos de los pocos lugares del mundo en donde las fuentes más próximas de sal se hallaban en tierras muy remotas en donde nadie podía recorrer más de 15 Km. diarios.
- Rey Musa I con una pepita de oro.
Había depósitos sustanciales de sal a unos 1.600 Km. hacia el norte, en donde los mineros, muchos de ellos esclavos negros, trabajaban en condiciones de extrema dureza.
Estaban casi a veinte días de viaje de las poblaciones más próximas a menudo les cegaba el viento del desierto y en ocasiones incluso morían de hambre cuando se retrasaban los traficantes que les llevaban los víveres y el agua potable como intercambio.
Caravanas de camellos trasladaban hacia el sur la mayor parte de la sal.
Pero en muchos lugares, cuando los pastos escaseaban tanto que los camellos no podían ir más allá, era preciso quebrar las grandes tablas de sal en fragmentos pequeños que se transportaban sobre la cabeza durante el resto del viaje.
Un viajero portugués del siglo XV describió lo que sucedía después:
Cada individuo lleva un trozo y forma parte así de un gran ejército de hombres a pie, que transportan la sal a gran distancia ...] hasta que llegan a ciertas aguas ...].
Todos los porteadores la apilan en filas y cada uno marca la suya. Luego la caravana se retira a media jornada de allí.
Entonces arriban negros de otra raza que no desean ser vistos ni hablar con nadie
Al encontrar la sal, colocan cierta cantidad de oro frente a cada pila y después se marchan, dejando la sal y el oro.
Esta historia es algo más que un simple hecho curioso: posee un significado más profundo.
La sal era tan preciada para quienes extraían el oro que muchos de ellos sólo lo cambiarían por sal.
En numerosas transacciones intercambiaban una onza de oro por otra de sal.
Bovill afirma que «la sal era tan infinitamente más importante [en comparación con el oro] que no resulta exagerado afirmar que los sudaneses valoraban el oro casi sólo por su poder adquisitivo respecto de la sal. [...]
Constituía la base tanto de su comercio interior como del exterior, y no es posible entender ninguno de los dos sin saber cuán necesitados estaban de este producto esencial para el bienestar del hombre».
Mas conviene examinar la cuestión desde el otro punto de vista.
Si con una onza de sal cabía lograr una onza o más de oro, conseguir éste tendría que haber sido una operación enormemente beneficiosa.
Gracias a la práctica del trueque mudo, a la geografía hostil de los yacimientos auríferos y a la reticencia natural de los nativos, europeos y árabes se vieron defraudados durante siglos en su búsqueda de la fuente del oro africano.
Toda la zona adquirió un aura misteriosa entre los pueblos que vivían más al norte.
Durante el siglo XV los europeos desarrollaron la costumbre de llamar Guinea a las zonas auríferas (y los británicos persistieron durante largo tiempo en escribir «Ginney»).
Los portugueses, que fueron los primeros en explorar el territorio, recibieron en 1481 permiso del Papa para llamar a su rey «Señor de Guinea», titulo que sobrevivió hasta el siglo XX.
En 1662 los británicos empezaron a utilizar el oro importado de África occidental por la African Company para emitir una moneda que denominaron «guinea», interesante innovación en la acuñación de la que nos ocuparemos muy pronto.
Persiste la controversia acerca del nombre de Guinea, porque en aquel tiempo no había en Africa un lugar que así se llamase.
Indudablemente, el término representa una corrupción de otro homófono.
Un candidato probable es Ghana, pero Bovill insiste, no sin pruebas, en que Guinea procede del nombre del enclave comercial de Jenne, situado junto a un afluente del Níger, a unos 480 km. al suroeste de Tombuctú, yendo hacia las zonas auríferas.
Aunque no bien conocida, Jenne tuvo que ser una población notable.
Fundada en el siglo XIII, se localizaba en una región populosa y dotada de una serie de vías fluviales, circunstancia rara en el continente africano pero que tornaba fácilmente accesible a Jenne.
La urbe no era tan sólo un centro comercial de importancia sino que también representaba una gran atracción para los hombres de letras.
A diferencia de Tombuctú, en donde resultaban frecuentes las tensiones y las alteraciones políticas, Jenne constituía un lugar pacifico desde el que se difundía la cultura del Mediterráneo a través del África occidental.
Según Es-Sadi, notable autor del siglo XVIII que nació y se crió en la Tombuctú rival, Jenne era «una ciudad bendita».
Confiemos en que Bovill haya acertado; tal lugar merece prestar su nombre a un país.
Tras discurrir nuestra historia entre palacios de oro e iconos religiosos, desde besantes a dinares, desde pelotas a tributos de oro y, por último, el trueque mudo del oro por tablas de sal en lo profundo del África negra, una pregunta emerge a la superficie: ¿en dónde radica su valor? .
Para europeos, bizantinos y árabes, el oro constituía el mágico punto focal de sus deseos materiales.
Pero no sucedía otro tanto con los africanos.
Estos últimos, necesitados desesperadamente de la sal, se afanaban por conseguir oro, mientras que el «patrón sal» les representaba una fuerza mucho más poderosa y perdurable que todo lo que el patrón oro representó en las civilizaciones complejas del resto del mundo.
¿Qué pensarían aquellos pobres excavadores acerca de los extraños individuos del norte, que cambiaban una sal inestimable por un material cuya única misión en la tierra consistía en proporcionar a los hombres orgullo y placer?.
Esa pregunta sigue vigente hoy en día.
LA SAL EN LA HISTORIA:
La sal, componente de la sangre y de los tejidos, es un elemento de fundamental importancia para la vida de nuestro organismo, cuyas funciones asegura.
Por consiguiente, resulta natural que, movido por una necesidad instintiva, el hombre haya tratado de procurarse desde la prehistoria esta sustancia indispensable, en una búsqueda que se intensificó cuando, con el empleo del fuego para la cocción de los alimentos, la proporción de sales orgánicas en éstos quedó notablemente reducida.
La primera fuente a la que los hombres recurrieron fue naturalmente el mar.
Más tarde descubrieron los yacimientos de sal gema.
Es muy escasa la información que sobre éstos se posee; sin embargo, se sabe con certeza que, desde los albores de la civilización romana, la industria de la sal tuvo gran importancia y fue la primera que el Estado organizó sobre bases racionales, desde todos los puntos de vista: extracción, transporte y comercio.
Los historiadores Tito Livio y Plinio hacen remontar el origen de esta industria a Ancus Martius, quien tomó posesión de salinas ya antes explotadas por los etruscos.
Los reyes adjudicaron a particulares la explotación de estas salinas.
Pero, en tiempos de la República, los concesionarios se vieron obligados a vender la sal a precios cuyas bases eran fijadas por los censores.
El transporte lo realizaban los saccari salarii, que almacenaban el mineral más allá del Tíber, en depósitos, desde donde era repartido por los salinatores aerarii.
Para transportar la sal del litoral hasta el interior de las tierras se construyó la famosa vía Salaria, que todavía es hoy una importante arteria que une Roma a Ascoli Piceno.
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