Ciudad de Susa: Historia, Ubicacion,Arquitectura Persa,El Palacio

Ciudad de Susa Historia, Ubicación y El Gran Palacio

Recortadas contra el horizonte de la llanura calcinada de Juzistán, en el suroeste de Irán, se alzan las grandes ruinas de Susa.

Aquí, bajo una serie de montículos, subyacen los restos de una gran ciudad que controló importantes itinerarios que partían de la antigua Mesopotamia hacia el este, atravesando la cordillera de Zagros.

Según la tradición persa, Susa fue la primera ciudad del mundo, fundada por el legendario rey Hushang, quien descubrió el modo de hacer fuego con hierro y pedernal.

Es indudable que debió ser una de las primeras: allí ya florecía la vida urbana al comienzo del cuarto milenio a.C, y sus artesanos fabricaban algunas de las piezas de cerámica más elegantes del mundo: vasos estilizados, en los que se reproducían para decorarlos aves y perros de caza

Palacio de Susa

Tanto Pasargada como Ecbatana, Susa o Persépolis, capitales en las que se encontraban los palacios, las ciudadelas, los tesoros, constituían el marco habitual del rey.

Este se encontraba rodeado de sus esposas y concubinas, y vivía aislado del mundo, en un ambiente donde se incubaban. conspiraciones e intrigas de harén, con la participación de favoritas, eunucos y ministros.

El soberano se desplazaba con frecuencia, pero Susa, donde artesanos y artistas desplegaron todo su talento, era su capital predilecta.

El arte persa fue quizá, más que ningún otro en el mundo antiguo, un arte de la realeza.

En efecto, no había formas religiosas en aquellos conjuntos, ni estatuas divinas (pues un dios inmaterial, como Ahura-Mazda, no las necesitaba), y tampoco templos.

Los reyes eran, verdaderamente, el único tema que atraía a los artistas, generalmente extranjeros, o que habían sufrido fuertes influencias del exterior.

Las construcciones debían servir, sobre todo, para exaltar el poder, la opulencia de los soberanos, lo cual explica la importancia de los monumentos reales y su riqueza, pues los soberanos aqueménidas tenían bien llenas sus arcas.

Tanto la edificación de los palacios, moradas terrestres, como la de las tumbas, moradas eternas, fueron objeto de todos los cuidados.

Darío I inauguró la serie de grandes construcciones, y se vanagloriaba de haber hecho venir de muy lejos los materiales que se emplearon para la edificación del palacio de Susa:

El cedro ha sido traído del monte Líbano, la madera de teca ha sido traída de la India; el oro, de Sardes y la Bactriana: el lapislázuli y el cinabrio, de Sogdiana; las turquesas, de Corasmia; la plata y el plomo, de Egipto; los materiales que decoran los muros, de Jonia; el marfil, de Etiopía, de la India y de Aracosia; las columnas de piedra, de Caria.

Los tallistas de la piedra eran jonios y lidios; los orfebres, lidios y egipcios; los tejeros, babilonios; los hombres que ornaron 'los muros, medos y egipcios.

En las diversas capitales del Imperio, se alzaron palacios tan inmensos, que los soberanos que ordenaban su construcción morían antes de verlos acabados; sus sucesores, a su vez, comenzaban otros, que corrían la misma suerte. Los que conocemos mejor son los de Susa y Persépolis.

La Guerra de los Mil Años:

Hacia el 2500 a.C, Susa se había convertido en capital del reino de los elamitas, un pueblo vigoroso pero enigmático, culturalmente afín a los sumerios de Mesopotamia.

Durante mil años, Elam mantuvo una guerra con las ciudades estado de Mesopotamia.

Pero hacia el 2350 a.C, Susa pasó a formar parte del primer gran imperio del mundo, tras su caída en manos de Sargón el Grande, rey de Acad.

Cuando se desmembró el imperio de Sargón (hacia el 2100 a.C) resurgió la prosperidad de los elamitas, quienes embellecieron su capital con un recinto sagrado que contenía el templo zigurat de Inshushinak, Señor de Susa, dios de la tormenta y protector de la ciudad, cuyo emblema era el cebú.

Pero los vaivenes del poder seguían afectando a las ciudades estado de Mesopotamia.

Hacia el 1000 a.C, los babilonios sitiaron Susa y redujeron su área de influencia.

En el 645 a.C, los asirios irrumpieron en Elam, guiados por el victorioso Asurbanipal, quien quemó Susa hasta los cimientos y secuestró con cadenas a los reyes de Elam, a quienes les obligó a arrastrar su carro por las calles de Nínive.

Los montículos de Susa fueron redescubiertos en 1850, y el arqueólogo británico William Loftus los identificó como pertenecientes a la Susa de los tiempos clásicos.

Son cuatro en total: la Acrópolis, la Apadana, la Ciudad Real y la Ciudad de los Artesanos.

El más antiguo de los trece diferentes asentamientos es la Acrópolis, donde se han encontrado los restos de un templo del cuarto milenio a.C.

También se erigieron aquí las principales construcciones elamitas, entre ellas el templo y zigurat de Inshushinak, rematado por unos «cuernos» de bronce de los que se apoderó Asurbanipal.

La Susa de los elamitas ha desaparecido en su totalidad.

Es posible darse cierta idea de lo que era la ciudad en su apogeo si se recorren 32 km hacia el sudeste, donde el rey Untash-Gal construyó, hacia el 1250 aC, la ciudad real que bautizó con su propio nombre, Dur-Untashi, y que ahora se conoce como Choga Zanbil.

Su plan de construcción parece ser uno de los más ambiciosos de toda la civilización antigua: grandes terra-plenes y murallas de piedra rodeaban los templos de los numerosos dioses elamitas, entre los que destacaba un gran zigurat dedicado a Inshushinak.

Las aguas del Coaspes, susaLas ruinas de Susa están situadas en la ribera oriental del río ICerja, en el suroeste de Irán.

Fue una importante encrucijada que controló importantes rutas comerciales entre la cordillera de Zagros y las ciudades estado de Mesopotamia.

Las Aguas del Coaspes:

A pesar de haber sido arrasada por Asurbanipal, la ciudad de Susa supo renacer.

Ciro el Grande (c 530 aC), que dominó desde el mar Egeo hasta el río Oxus, la nombró capital de su imperio persa.

La elección de Susa se debió a su estratégica situación, en pleno centro de su imperio, pero quizá también influyera la proximidad del río Kerja, célebre por su pureza.

El historiador griego Herodoto cuenta que siempre que Ciro salía de expedición llevaba consigo «agua del Coaspes (el Kerja)... que es la única que bebe.

Este agua del Coaspes está hervida y se trasporta en recipientes de plata, en numerosos carros de cuatro ruedas tirados por muías, que siguen al rey dondequiera que éste vaya.» «Dondequiera» podía significar grandes distancias.

La energía de Ciro —y de la dinastía aqueménida fundada por él— era prodigiosa.

Dejaba trascurrir el invierno en Susa, la primavera a 800 km de allí, en la ciudad ceremonial de Persépolis, y el verano a 1.280 km de esta última, en las frescas montañas de Ecbatana.

De Ecbatana a Susa había otros 480 km.

Se viajaba con el calor del verano y durante los fríos invernales; cruzándose algunos de los paisajes más áridos del mundo y trasportando no sólo las aguas puras del Coaspes, sino toda la complicada parafernalia de la corte.

No es de extrañar que los aqueménidas fueran grandes constructores de vías.

Su carretera real, desde Susa hasta Sardis, en Asia Menor, se extendía en unos 2.563 km, con 111 postas para cambiar de caballos.

Era vigilada por patrullas militares, y un cuerpo de comunicaciones se encargaba del servicio postal del monarca; en caso de necesidad, se podía realizar toda la travesía con relevos de una semana.

Los «huesos pelados» de la antigua ciudad de Susa

Los «huesos pelados» de la antigua ciudad de Susa apenas permiten adivinar su esplendor y gloria pasados.

Sin embargo, los arqueólogos han desentrañado la larga historia del lugar, enterrada bajo siglos de polvo: las idas y venidas de acadios, babilonios y griegos, los resurgimientos intermitentes de los elamitas y la dominación «mundial» de los reyes aqueménidas.

El Gran palacio del Rey Darío

En el 517 aC, el penúltimo sucesor de Ciro el Grande, Darío I, inició la construcción de un espléndido palacio en el montículo de la Apadana, registrando los detalles de la edificación en una tablilla de arcilla: «Yo construí este palacio...

El pueblo de Babilonia excavó la tierra y moldeó los ladrillos.

Se trajo la madera de cedro de una montaña llamada Líbano.

Los asirios la llevaron a Babilonia, y los pobladores de Jarka (en Anatolia) y de Jonia (Grecia) la trasportaron de Babilonia a la tierra de Susa.»

Llegaron hombres y materiales de todos los rincones del imperio y de lugares más lejanos, así como caravanas de oro —con medos y egipcios para trabajarlo—, marfil, plata, ébano, lapislázuli y turquesa.

No es extraño que en la Biblia se le llame a Susa, simplemente, el Palacio.

Aquí tuvo lugar la romántica historia de Ester, y el libro de Ester describe sus lujos con minuciosidad detallada.

Al extenderse el Imperio persa hasta abarcar algunas zonas de Grecia, la gloria de Susa alcanzó igual fama tanto entre griegos como entre hebreos.

Después de derrotar al rey persa Darío III en el 331 aC, Alejandro Magno ocupó Susa, donde encontró fabulosas riquezas.

Tras siete años de conquistas, que le condujeron a la otra margen del río Indo, en la India, Alejandro regresó a Susa y allí anunció sus planes para la unificación de Grecia y Persia, formándose un gran imperio.

El primer paso por que optó fue su casamiento con Estatira, hija de Darío, para lo cual organizó uno colectivo de 10.000 griegos con mujeres persas.

Tras la muerte de Alejandro, en el 323 aC, Susa quedó reducida a capital de provincias. Más tarde fue obispado cristiano, y el rey sasánida Sapor II, ferviente adorador de Zaratustra, logró arrasarla empleando para ello cientos de elefantes.

El hundimiento total se produjo ya con los mongoles, en el siglo XIII, y Susa quedó muerta y abandonada a la acción del viento, que acabó por convertirla en uno más de los montículos de Oriente Medio.

LA APADANA DE PÉRSEPOLIS

El conjunto de las construcciones de Persépolis, destruído, en gran parte, por el vandalismo de los griegos de Alejandro, debía de ser especialmente grandioso.

La parte esencial del palacio estaba constituida por la Apadana y la "sala de las cien columnas", donde el rey se mostraba en toda su majestad.

Se trataba de una sala de 43,50 m. de lado, cuyo techo se apoyaba en esbeltas columnas de unos 20 m.

Nos encontramos, sin duda, ante una reminiscencia de las salas hipóstilas de los egipcios.

Aquí los techos eran de maderas preciosas, y las vigas descansaban sobre capiteles hechos con dos cabezales de toros acolados.

La policromía, el oro y las piedras preciosas servían para decorar los muros.

El ladrillo vidriado también formaba parte de la decoración.

A los palacios reales se entraba por escaleras grandiosas, de pendiente muy suave y escalones muy anchos.

Podían ser subidas a caballo y por un frente de varios jinetes.

sala de las cien columnas

La escalera exterior, de doble voladura, permitía alcanzar un inmenso pórtico, decorado con toros alados de cabeza humana,de tipo asirio.

A todo lo largo de las escaleras estaban representados, en bajorrelieves, los servidores reales o los tributarios, que, en larga teoría, iban a llevar sus ofrendas al soberano. E

staban representados, igualmente, los arqueros de la guardia de los inmortales, y, por último, el señor, que esperaba los homenajes bajo el símbolo de Ahura-Mazda.

La repetición de este tema decorativo no presenta ninguna monotonía, pues hay tanta variedad entre los personajes como entre una verdadera muchedumbre.

No hay figuras femeninas.

Palacio de Darío El Grande

LAS TUMBAS REALES

A diferencia de los egipcios, los persas no creían que el muerto continuara utilizando su tumba, pues, según ellos, el alma abandonaba el cuerpo para unirse a Ahura-Mazda.

Por otra parte, los cadáveres no debían contaminar el fuego, ni la tierra, ni el agua.

Las gentes del pueblo enterraban a los muertos después de haberlos revestido de una capa de cera, a fin de evitar el contacto con el suelo. Para los reyes, la piedra dura cumplía la misma función.

tumba real persa en la montaña

Cerca de Persépolis, en Naksh-I-Rustem, varios reyes hicieron excavar hipogeos, como los faraones del Imperio Nuevo, en las montañas rocosas que dominan la llanura.

Las tumbas se abren a diez metros del suelo, en el centro de un suntuoso decorado esculpido, que representa una fachada de palacio, con cuatro columnas, cuyos capiteles, ornados con toros, soportan un friso de leones, que recuerda el arte hitita.

En la parte superior, un bajorrelieve muestra al rey adorando el fuego sagrado.

El interior de la tumba, por el contrario, era sencillo: un vestíbulo y una salita con nichos destinados a los sarcófagos de la familia real.

Cerca de Pasargada se levanta la tumba de Ciro el Grande, un túmulo de piedra, de cinco metros de alto, con una pequeña cámara en la cima.

tumba del rey dario

La tumba del Rey Ciro, en Pasargada, guarda los restos del fundador de la dinastía aqueménida

Según los antiguos, el sarcófago de oro del soberano continuaba en el monumento, cuando Alejandro lo visitó.

Una inscripción decía: Caminante, yo soy Ciro, rey aqueménida.

Estas construcciones, que constituyen el aspecto más espectacular del arte persa, no eran su única forma de expresión.

Las artes que se ha convenido en llamar menores eran de una extraordinaria riqueza, y alcanzaron, quizá, el más alto grado de perfección.

Objetos de oro y plata, copas, platos, vasos, rhytones, muestran, junto a una gran belleza formal, una extremada riqueza inventiva.

El mundo animal, interpretado de manera realista o, por el contrario, completamente imaginaria y fantástica, suministraba a los artistas, orfebres y grabadores una infinidad de temas.

La influencia de este arte sobrevivió largamente al período aqueménida.

Sutil, armonioso, refinado, fue no sólo el más persa de los estilos que florecieron en aquella parte del mundo civilizado, sino que inspiró el arte bizantino, el de la Persia musulmana, e incluso el arte románico occidental.

FUENTE CONSULTADA: HISTORAMA La Gran Aventura del Hombre Tomo I Los Persas


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