Explicación del Poema Martín Fierro Análisis Literario
Explicación del Poema Martín Fierro - Análisis Literario
Argumento del poema:
El gaucho Martín Fierro se encuentra en una pulpería, rodeado de compadritos que escuchan llenos de interés sus dotes de cantor y de narrador de sus propias hazañas.
Acaba de pasar hondas penas, que trata de disipar cantando:
Aquí me pongo a cantar
al compás de la vigüela,
que al hombre que lo desuela
una pena extraordinaria,
como la ave solitaria
con el cantar se consuela.
Pido a los santos del Cielo
que ayuden mi pensamiento,
les pido en este momento
que voy a cantar mi historia,
me refresquen la memoria
y aclaren mi entendimiento.
Cantando me he de morir,
cantando me han de enterrar,
y cantando he de llegar
al pie del Eterno Padre;
desde el vientre de mi madre
vine a este mundo a cantar.
Cantar libremente y atraer nutrido corro que escuche el canto es para el gaucho un orgullo legítimo, como lo es ser valiente y ser libre. Por ello Martín Fierro se jacta cantando:
Soy gaucho, y entiéndalo
como mi lengua lo explica;
para mí la Tierra es chica
y pudiera ser mayor.
Ni la víbora me pica,
ni quema mi frente el sol.
Mi gloria es vivir tan libre
como el pájaro del cielo;
no hago nido en este suelo
ande tanto hay que sufrir;
y naide me ha de seguir
cuando yo remonto el vuelo.
Yo no tengo en el amor
quien me venga con querellas;
como esas aves tan bellas
que saltan de rama en rama,
yo hago en el trébol mi cama
y me cubren las estrellas.
Y sepan cuantos escuchan
de mis penas el relato,
que nunca peleo ni mato
sino por necesidá;
y que a tanta adversidá
sólo me arrojó el mal trato.
Y atiendan la relación
que hace un gaucho perseguido,
que padre y marido ha sido,
empeñoso y diligente,
y, sin embargo, la gente
lo tiene por un bandido...
► La vida en la frontera
Y él no es un bandido, no; no lo sería si no le hubieran empujado a serlo.
Ante todo, canta la nostalgia del tiempo pasado, cuando vivía la vida del gaucho libre y feliz.
La «china» (mujer) en el rancho, y él domando potros en la llanura.
Los hijos creciendo, y él distrayéndose de tanto en tanto en las pulperías, donde se bebe y se canta...
En una de éstas, llega el juez con unos soldados y echa una redada.
Se lleva de allí a todos los hombres, aun los más inocentes, y los conducen a la frontera, que deben defender de las arremetidas de los indios.
En esta injusta Jeva marcha Martín Fierro hacia los fortines, dejando abandonados hijos y mujer...
Y el relato deriva entonces hacia la descripción de aquella miserable vida militar. Sin espada ni arma en la mano, pero con palos en los lomos.
Sufriendo maltratos, vejaciones, abusos; sin comer y sin cobrar. Esto mientras no atacan los indios, pues entonces lo que pasa es terrible. Donde entra el indio
... roba y mata cuanto encuentra
y quema las poblaciones.
No salvan de su furor
ni los pobres angelitos;
viejos, mozos y chiquitos
los mata del mesmo modo,
que el indio lo arregla todo
con la lanza y con los gritos.
Tiemblan las carnes al verlo
volando al viento la cerda,
la rienda en la mano izquierda
y la lanza en la derecha,
ande enderieza abre brecha,
pues no hay lanzazo que pierda.
Martín Fierro describe minuciosamente los combates, y cómo un día está a punto de perecer bajo la lanza de uno de aquellos salvajes, y cómo le salva su habilidad para el manejo de las bolas.
El indio que era nada menos que el hijo de un cacique cayó, por ellas, derribado al suelo; Martín Fierro se precipitó sobre él, desnudó la daga, y allí mismo lo degolló.
Luego, montando en el hermoso caballo del indio, huyó, ligero como el rayo.
Y he aquí a Martín Fierro con una muerte sobre el alma.
El muerto era un enemigo, un salvaje, que le hubiera matado a él si se descuida, y, por tanto, esto no mancha la conciencia de nuestro gaucho.
Pero hay algo peor: hay que, escapado del fortín para recobrar su vida libre, se ha convertido en un desertor, en un «gaucho malo», perseguido por la justicia.
También ante esto se encoge de hombros, y va adonde su impulso natural le lleva: derechito a su rancho en busca de su mujer y de sus hijos.
Pero allí le aguarda el más rudo dolor.
No hallé ni rastro del rancho,
sólo estaba la tapera.
¡Por Cristo, si aquello era
pa enlutar el corazón!
Yo juré en esa ocasión
ser más malo que una fiera.
Forzados por la ausencia del padre, los hijos se habían ido por el mundo adelante, en busca de trabajo; la mujer se largó con otro hombre...
Les habían quitado el campo y vendido la hacienda.
Acosado, como una fiera, por el dolor íntimo y por la persecución de los hombres, Martín Fierro se echa al campo a vivir como pueda... y le dejen.
Se adentra en la llanura desolada, orientándose en ella gracias al instinto magnífico del gaucho:
Dios les dio instintos sutiles
a toditos los mortales;
el hombre es uno de tales,
y en las llanuras aquellas
lo guían el sol, las estrellas,
el viento y los animales.
► Majezas de Martín Fierro
Pero es dura la vida del desierto; es dura aun para los mismos gauchos.
Y es natural que, un día, Martín Fierro se sienta atraído por la animación de la pulpería y la milonga.
Corre sin cesar el frasco de la ginebra, y nuestro hombre se emborracha. Jactancioso y provocativo, tiene ganas de pelea; es cosa que le pide el cuerpo.
Viene un negro retinto con una negrilla presumida y jactanciosa a la grupa de su caballo, y Martín Fierro saluda así a la morena: «Va... ca... yendo gente al baile.»
Entonces:
La negra entendió la cosa
y no tardó en contestarme,
mirándome como a perro:
«Más vaca será su madre.»
Por motivo más fútil se arma muchas veces la gran tremolina. Martín Fierro, animado por la ginebra, sigue cantando:
A los blancos hizo Dios,
a los mulatos san Pedro,
a los negros hizo el diablo
para tizón del infierno.
Y no es preciso más para que los ánimos se caldeen y salgan a relucir facas y cuchillos y facones. Ciego de ira el negro, borracho perdido Martín Fierro, la lucha era a muerte.
El me hizo relumbrar
por los ojos el cuchillo,
alcanzando con la punta
a cortarme en un carrillo.
Me hirvió la sangre en las venas
y me le afirmé al moreno,
dándole de punta y hacha
pa dejar un diablo menos.
Por fin, en una topada,
con el cuchillo lo alcé,
y como un saco de güesos
contra un cerco lo largué.
Que así es Martín Fierro, el gaucho intrépido. Limpia la faca en unas hierbas, y, ya disipada la embriaguez, monta a caballo y se hunde en la cañada. Más tarde llevaría en el alma el peso de saber que al pobre negro no le rezaron ni lo enterraron en sagrado.
Y dicen que desde entonces,
cuando es la noche serena,
suele verse una luz mala
como de alma que anda en pena.
Yo tengo intención a veces,
para que no pene tanto,
de sacar de allí los güesos y
echarlos al camposanto...
Mas no fue éste el único tropiezo.
Tras de vagar por el desierto, un día se entra en un boliche y quiere su mala fortuna que el matón de la comarca esté allí y le provoque.
Hierve la sangre de Martín Fierro, responde a la provocación con el cuchillo, pues ya sabemos cómo es de altivo y puntilloso, y se ve obligado a matar a su contrincante.
Era éste el gallito del lugar, ensoberbecido y jactancioso por contar con la protección del Comandante.
Y esto es más serio que matar a un indio o a un negro. Martín Fierro, una vez más, tiene que huir.
► El Sargento Cruz
Ahora vive a salto de mata y se esconde en las cuevas de las alimañas.
Una noche, desde su escondrijo, oye un rumor lejano.
El gaucho tiene agudos los sentidos y, puesto el oído en tierra, puede escuchar lo que pasa a gran distancia.
Lo que pasa es que se acerca un tropel de soldados a caballo.
Martín Fierro se echa al gaznate un trago de aguardiente y se apresta a vender cara su vida. No tardan en estar los soldados ante él, y en decir quien los manda:
—Vos sos un gaucho matrero
—dijo uno haciéndose el güeno—,
vos matastes un moreno,
y otro en una pulpería,
y aquí está la polecía
que viene a ajusfar tus cuentas...
Pero la única cuenta que a Fierro le importa es vender cara su vida. El solo pelea contra el pelotón entero. Salta, se desliza, ataca, se defiende del cerco: hiere a éste, da cuenta de aquél...
El relata cómo va esquivando y venciendo a unos y a otros.
El alba clarea. El gaucho está agotado, y se encomienda a la Virgen.
Ya siente entre las costillas el cosquilleo de la punta de un sable, cuando se oye la voz del sargento:
Cruz no consiente
que se cometa el delito
de matar ansí un valiente.
Al sargento Cruz le ha tocado en el corazón el heroísmo del hombre. Se pone al lado del gaucho y huyen los demás soldados.
Entonces cuenta Martín Fierro que:
Yo junté las osamentas,
me hinqué y les recé un bendito;
hice una cruz de un palito
y pedí a mi Dios clemente
me perdonara el delito
de haber muerto a tanta gente.
Pero ahora, al menos, tiene al lado un amigo, un compañero, un igual: el sargento Cruz.
El también fue gaucho libre y feliz, y también hubo de verse vejado y perseguido, teniendo que acogerse a un empleo en la Policía para poder vivir. Cuenta sus penas y sinsabores, que tuvieron por origen un amor de mujer.
Y ahora que ya se conocen a fondo, que sabe cada uno cuáles son las desdichas del otro: ¿qué harán estos dos amigazos?
Fierro recuerda que hasta los indios no alcanza la jurisdicción vindicativa del Gobierno, y propone a Cruz que se vaya con él al otro lado de la frontera. Le dice:
Yo sé que allá los caciques
amparan a los cristianos
y que los tratan de «hermanos»
cuando se van por su gusto...
No por su gusto, sino por la dura necesidad de huir en que se encuentran, van los dos amigos hacia las tierras misteriosas de la indiada. Quiere Fierro animar a su amiqo con halagüeñas perspectivas:
Allá habrá seguridá,
ya que aquí no la tenemos
menos males pasaremos,
y ha de haber grande alegría
el día que nos descolguemos
en alguna toldería.
Fabricaremos un toldo,
como lo hacen tantos otros,
con unos cueros de potros
que sean sala y cocina.
¡Tal vez no falte una china
que se apiade de nosotros!
Allá no hay que trabajar,
vive uno como un señor...
Sin embargo, en el fondo de su alma punza el más agudo de los dolores que haya sufrido hasta el día.
Llegan, por fin, los dos expatriados a la frontera, dispuestos a correr su suerte...
...Y cuando la habían pasao,
una madrugada clara,
le dijo Cruz que mirara
las últimas poblaciones.
Y a Fierro dos lagrimones
le rodaron por la cara...
En este punto, tras breves consideraciones del cantor, termina Hernández la primera parte del poema.
El éxito que obtuvo y el interés que las gentes mostraron por la suerte del gaucho expatriado le movieron a escribir una segunda parte, bajo el título de "La Vuelta de Martín Fierro".
► La vuelta de Martín Fierro
La vida de Fierro y Cruz entre los indios no fue tan risueña como ellos, haciendo de tripas corazón, se la pintaron.
Precisamente aquellos primeros con quienes tropezaron estaban preparando una incursión a tierra de cristianos, y esto perjudicó mucho a ambos amigos.
Los separaron, les quitaron los caballos, y en poco estuvo que no les mataran, cuando un día un cacique se apiadó de ellos y les consintió que vivieran juntos.
Describe el cantor la vida y el carácter indio, su crueldad y desconfianza, sus modos de portarse en el combate:
Tiene la vista del águila,
del león la temeridá;
en el desierto no habrá animal
que él no lo entienda;
ni fiera de que no aprenda
un instinto de crueldá.
Fuente Consultada
Enciclopedia UNIVERSITAS Tomo 17 (Salvat)
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