Historia de Osaka en Japón:Vida y Costumbres de su Habitantes
OSAKA EN LA ANTIGUEDAD
HISTORIA PARA TURISTAS CURIOSOS
En el siglo XVII, Osaka era una de las ciudades más ricas y populosas del Japón y centro del floreciente comercio del país. Sus ciudadanos se enorgullecían de sus recién construidos teatros, puentes y canales, almacenes y lujosas mansiones. Allí acudían los jóvenes del país en busca de fortuna y aventuras. Osaka era para todos como un poderoso imán.
Una ciudad flotante
Osaka no era una ciudad sin alegría e industriosa donde la gente fuese sencillamente a trabajar; más bien era un lugar hedonista y despreocupado.
Formaba parte del «mundo flotante» (ukiyo), denominación genérica de la cultura de la época, exuberante y ansiosa de placer, que inspiró las «pinturas del mundo flotante» (ukiyo-e), los «relatos flotantes» (ukiyo-zoshi) y la picante y desenfrenada murmuración o «conversación flotante».
Todos los ciudadanos de Osaka, ricos comerciantes, artistas, artesanos, petimetres, cortesanos, prestamistas, contables, tenderos, fabricantes, animadores y propietarios de casas de té, parecían disfrutar de suficiente tiempo y dinero para gozar de la vida.
Algunas tiendas vendían únicamente bandejas, bargueños y cajas para adornos del cabello, confeccionadas con azabache y laca de oro.
Otras se especializaban en cerámica: la delicada porcelana vidriada de superficie finamente agrietada de la provincia de Satsuma, las suaves tazas y teteras color verde manzana para la misteriosa ceremonia del té, o esbeltos floreros de un profundo azul translúcido o marrón bruñido.
Los fabricantes de pipas y los estanqueros monopolizaban una calle entera.
Tanto los hombres como las mujeres fumaban en pipa. Eran unos instrumentos pequeños y graciosos, con un largo tallo de bambú y una diminuta cazoleta metálica.
Los fabricantes de pipas desplegaban un gran ingenio; las adornaban con un tejón sonriendo con las manos en el lomo, un dios del trueno inflando los carrillos, o un mono columpiándose de una rama.
El fumador llevaba su provisión de tabaco en saquitos bordados de cuero o de brocado, sujetos a la banda del kimono por un fiador en un cordón de seda.
Otro accesorio indispensable para salir por la ciudad era el abanico, que no sólo refrescaba en los días calurosos sino que también, según se decía, «atraía la suerte y ahuyentaba el mal».
Algunas de las tiendas más animadas de las calles principales vendían las populares ukiyo-e, «pinturas del mundo flotante», impresas con bloques de madera en papel tosco de arroz hecho a mano.
Estos grabados representaban todo lo alegre, excitante o tópico, melancólico o fantástico que el artista pudiese imaginar.
Los mártires japoneses
Todos los productos delicados y lujosos de Japón fluían a Osaka y a las otras dos grandes ciudades del país: Yedo (Tokyo) y Kyoto. Yedo era la capital administrativa, desde la cual gobernaban Japón con indis-cutida autoridad los shogun (generalísimos) del poderoso clan de Tokugawa.
La ciudad era un centro de intriga donde los clanes de samurais leales al shogun estaban prestos a defender su gobierno.
Kyoto era la ciudad real, sede del casi impotente emperador y su corte.
Quedó como refugio tradicional de todo lo que era aristocrático y elegante, pero anticuado.
Una ciudad trasnochada, pues, poco atrayente para los nuevos ricos mercaderes del Japón, que acudían a Osaka a divertirse.
Ningún barco mercante europeo anclaba en la bahía de Osaka para cargar sus sedas, pinturas y porcelanas. Tampoco navegaban por allí las embarcaciones de altura japonesas.
Sólo los pesados juncos costeros transportaban arroz y saké (bebida alcohólica) a los puertos locales y recibían a cambio arenques secos y algas del norte, o muñecas regionales y cestas de hierba trenzada del sur.
A partir de 1636 se promulgaron varios decretos aislando el país del resto del mundo conocido.
Se prohibió bajo pena de muerte abandonar el país a todos los japoneses, y los que residían en el extranjero fueron condenados a un exilio permanente.
Se expulsó a todos los extranjeros, salvo unos pocos comerciantes chinos y holandeses que. bajo severas restricciones, pudieron quedarse en un islote costero de la bahía de Nagasaki.
Esta ruptura de relaciones del Japón con los europeos duró tres siglos.
Se interrumpieron así unas relaciones que habían comenzado casi un siglo antes, en 1542, cuando que tres navegantes portugueses, desviados de su rumbo, alcanzaron Japón en un junco.
Los emprendedores comerciantes lusitanos, ya establecidos en Macao, siguieron a sus compatriotas y formaron colonias comerciales.
Detrás llegaron no sólo los comerciantes españoles, holandeses e ingleses, sino también numerosos misioneros dispuestos a convertir a los subditos del shogun al cristianismo.
Los jesuítas, entre los que destacó la incansable labor evangelizadora de san Francisco Javier, realizaron el mayor número de conversiones, y el shogun comenzó a sospechar que su influencia religiosa era un reto a su propia autoridad y atentaba contra la recién lograda unidad del Japón.
https:Como primera medida, el shogun prohibió la predicación del cristianismo. Después, ejecutó a muchos misioneros y japoneses conversos.
Finalmente fueron expulsados del país todos los «bárbaros de cabello rojo», como denominaban los nativos a los europeos, salvo unos pocos comerciantes holandeses encerrados en Nagasaki.
El shogun les permitió quedarse para disponer de una «ventana» secreta al mundo exterior.
Algunos letrados de confianza podían comunicarse con estos holandeses.
Por lo demás, el Japón había cerrado sus puertas a las ideas de otros países.
El placer exuberante de vivir en Osaka se revela en este vendedor de juguetitos de papel y su posible cliente de «pelo de estopa», bailando juntos alegremente.
Los poetas haiku
Parece que los años más brillantes y gloriosos de este período de aislamiento fueron los comprendidos entre 1680 y 1740. Las artes y oficios florecieron.
Los ciudadanos de Osaka comenzaron a estudiar disciplinas tan esotéricas y tradicionalmente aristocráticas como la ceremonia del té, la caligrafía o la filosofía china.
Aprendieron a gozar de las sutiles armonías del teatro no, de la misteriosa música de corte y de la poesía haiku, una forma nueva y en boga de verso libre encadenado de diecisiete sílabas.
Entre los que utilizaron dicha versificación descuella el poeta peregrino, Matsuo Basho, que nació en 1644.
A menudo, los poetas haiku celebraban las bellezas fugaces de la naturaleza en un modo original y cuidadosamente observado.
Por ejemplo.
Abandonando la casa de un amigo
Sale la abeja
De lo más hondo de los pistilos de la peonía
¡Oh, tan a su pesar!
En algunas ocasiones, los sentimientos personales del poeta crean la poesía:
La frescura.
¡Qué frescor se siente
Al descansar al mediodía,
Al tener una pared bajo mis talones!
Estas dos poesías se deben a Basho y dan alguna ligera indicación del estilo ligero, desapasionado y, algunas veces, melancólico de la poesía haiku.
Un género- literario mucho más accesible lo constituían los ukiyo-zoshi, los relatos cómicos, vigorosos y libertinos, acerca de las gentes de las tres grandes ciudades del Japón. Ihara Saikaku, famoso autor de estos cuentos, pasó gran parte de su vida en Osaka y describió con abundancia de ingeniosos detalles la vida cotidiana que le rodeaba. Sus personajes pasaban el tiempo generalmente en busca de amores, placeres y dinero.
El teatro:A todos los habitantes les gustaba el teatro. Acudían a ver a los famosos onnagata, actores entrenados desde la niñez para representar a la perfección los papeles femeninos.
El joruki y el kabuki
Había dos clases de teatro a las que asistían todos los habitantes: el joruki (teatro de marionetas) y el kabuki.
Osaka alcanzó especial renombre por su teatro de marionetas.
Los «actores» medían dos tercios de la estatura normal y estaban fabricados con mucho detalle, bellamente ataviados y maquillados.
A menudo, para actuar las marionetas necesitaban de los servicios de tres personas: un titiritero y dos ayudantes. Estos dos las manejaban con tanta habilidad que cada miembro se movía por separado.
Los títeres gesticulaban con manos y pies, e incluso movían los ojos y alzaban las cejas. Posaban con coquetería, libraban feroces duelos y y «hablaban» en tonos agudos y melódicos, emitidos por los titiriteos.
Chikamatsu Monzaemon, el más famoso dramaturgo japonés, dedicó parte de su ilustre carrera como escritor a un teatro de marionetas de Osaka, y muchas de sus mejores piezas tienen como tema los dramas domésticos de los tenderos y sus familias en la ciudad.
El kabuki era una mezcla apasionante y vigorosa de danza y espectáculo, música y mimo, parodia y tragedia.
Comenzó a rivalizar con el teatro de marionetas y finalmente lo deshancó.
Muchas de las obras de Chikamatsu se representaron entonces en una escena giratoria de kabuki, con espacio suficiente para acomodar los decorados más intrincados, tales como el castillo feudal de sillería de Osaka, los juncos en un mar tormentoso, o las calles iluminadas con farolillos del barrio de placeres.
A la escena del kabuki sólo tenían acceso los hombres, y los papeles femeninos los representaban unos actores llamados onnagata.
Algunas de las obras eran comedias domésticas, «obras de gente común» como se las llamaba.
Otras trataban de las salvajes disputas entre los diferentes clanes guerreros que habían dividido el país en el pasado.
En éstas eran personajes de importancia los jactanciosos y valientes samurais, que a menudo se enfrentaban a un conflicto de lealtad pero estaban siempre dispuestos a morir en defensa de sus señores, y las damas de la nobleza, que apuñalaban a sus enemigos o se envenenaban para salvar el honor de su clan.
Una representación de k-abuki duraba casi un día entero y, por ello, era una buena excusa para convertirlo en un día de fiesta.
Familias enteras de ciudadanos de Osaka reservaban un compartimiento del teatro para presenciar la función.
Durante los numerosos descansos, picaban arroz frío y pescado crudo, que comían con los famosos palillos.
Bebían saké (cerveza de arroz), fumaban en sus diminutas pipas y conversaban.
Si tenían hambre después de la representación, se dirigían a los puestos de la puerta del teatro, donde se vendían tazones de fideos calientes con sopa de pescado, pasteles rosados de pasta de alubias, almejas recién hervidas o castañas asadas.
Toda esta actividad daba lugar a escenas vivaces y llenas de colorido que algunos de los artistas ukiyo-e representaban en sus grabados.
Los puestos y las casas de té, bajas y sin pared exterior, brillaban con farolillos de papel rojo, blanco o anaranjado que se balanceaban en la brisa vespertina, y las avenidas sin pavimentar donde se encontraban rebosaban de gente.
Aparte de los que se dirigían al teatro, había grupos alegres que volvían de una travesía río arriba en barcazas abiertas, de una excursión de todo el día a los jardines de los santuarios cercanos, o de un paseo por una colina de especial belleza para presenciar el orto de la luna llena.
Las mujeres se ataviaban para estas excursiones con sus kimonos más ricamente bordados, y de sus moños altos de pelo negro brillante colgaban adornos de rojo y oro.
Los hombres vestían ropas de tonos más oscuros, a menudo forradas de seda.
Para obtener las monedas de los transeúntes en busca de placer que gastaban sin tino, músicos ciegos tocaban sus flautas melancólicas, los saltimbanquis realizaban acrobacias y las adivinadoras atraían a la clientela desde sus sombrías barras.
Gente estrafalaria
No puede sorprender que uno de los pocos occidentales que contemplaron la Osaka del siglo XVII dijera que era considerada la ciudad más bulliciosa, amante de las diversiones y despreocupada del país.
Este viajero, de nombre Engelbert Kaempfer, era un médico instruido que sirvió a la Compañía Holandesa de las Indias Orientales y que en 1692 viajó de Nagasaki a Yedo celosamente vigilado por la guardia del shogun.
Según él, los japoneses consideraban Osaka como «un teatro universal de placeres y diversiones».
Se ven juegos a diario, tanto en lugares públicos como privados.
Los charlatanes, los prestidigitadores que realizan algún número artístico y toda clase de gente estrafalaria que tiene algún animal monstruoso o poco común que exhibir o animales amaestrados para hacer números de circo, acuden allí de todos los lugares del Imperio, con la seguridad de obtener mayor provecho que en ningún otro lugar.
En esa sociedad japonesa ligeramente irresponsable estaba presente el sentimiento budista de la inestabilidad y brevedad de los placeres terrenales.
La cultura lírica, frivola y peculiar del «modesto renacimiento» del Japón (como lo ha llamado un moderno historiador) no podía durar indefinidamente, y para 1740 había comenzado a desaparecer el apogeo de la burguesía.
Sin embargo, fue un período de expansión e inspirado mientras duró, y las artes que entonces surgieran siguen siendo populares entre los japoneses.
1. Otro aspecto de la ciudad alegre y hacinada. Se trata de una cerería; los empleados sumergen las mechas en cera fundida, el cajero suma con el abaco y el propietario y su familia comadrean con los clientes.
2. Soldados japoneses en 1668; van armados con mosquete europeo, así como con arco, lanza y espada.
3. Las aguas de la bahía iluminadas por farolillos, siempre atestadas de pequeñas embarcaciones de recreo.
Fuente Consultada:
Colección La LLave del Saber - Pasado y Presente del Hombre - Tomo I - Editorial Plancton
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