Organización de la Iglesia y la Invasión de los Bárbaros en la Edad Media
LAS INVASIONES BÁRBARAS Y LA IGLESIA EN LA EDAD MEDIA
La Iglesia en la Edad Media, teniendo en cuenta las experiencias del pasado, llegó a asegurarse el monopolio de las actividades intelectuales, artísticas y educativas.
La Reforma de Cluny purificó la vida monástica, pero la Iglesia secular estaba afectada por grandes vicios y los clérigos se hallaban demasiado íntimamente mezclados con el mundo y amenazados por su corrupción.
El Papa Gregorio VII, en su deseo de reforma, chocó con el imperialismo dominador de Enrique IV de Alemania.
Después de la invasión de los bárbaros, la civilización occidental parecía haber retrocedido varios siglos; las estructuras de la sociedad fueron desmanteladas, las reglas elementales de la justicia romana desaparecieron, arrastradas por las hordas bárbaras, que se esforzaron en imponer sus propias concepciones por medio del Wehrgeld o precio de sangre.
En ese ambiente de degradación, de saqueo y de matanzas, la Iglesia apareció como el último baluarte de la civilización.
Desde el siglo VII, el cristianismo, implantado ya en numerosas ciudades, penetró en los medios rurales, llevado por las antiguas clases dominantes, que buscaban lugares tranquilos y apacibles.
Poco a poco, surgieron y se multiplicaron en el campo los lugares dedicados al culto, dirigidos por los nuevos terratenientes; los oratorios, y las capillas bautismales se convirtieron rápidamente en los centros de las comunidades cristianas: las parroquias.
La Iglesia, sin embargo, en ese contexto de violencias y de rudeza, no se limitó a una simple reorganización, sino que pasó a la ofensiva contra el paganismo renaciente y contra todas las supersticiones que se habían desarrollado entre los pueblos incultos y aterrorizados.
Los reyes cristianos no escatimaron su ayuda a esta obra, que muy pronto se identificó con una tarea de reconstrucción del Estado.
Fue ésta la época de las grandes giras pastorales de los obispos contemporáneos del rey Dagoberto: San Eloy, San Omer, San Sulpicio.
Prelados y misioneros partieron a evangelizar el norte de la Galia, y la cruz fue plantada de nuevo a lo largo del Mosa y del Escalda.
En el siglo IX, la iglesia medieval francesa alcanzó su madurez.
Tres concilios nacionales se celebraron entre los años 742 y 744, en el curso de los cuales San Bonifacio dio a la Iglesia franca su verdadera fisonomía.
La Iglesia se vio obligada a asumir, poco a poco, las tareas que los príncipes no estaban en condiciones de llevar a cabo; así, se hizo cargo de la instrucción pública, del cuidado de los enfermos, de la justicia y, en algunas ocasiones, incluso, de la paz.
Estas nuevas funciones hicieron de la Iglesia una fuerza real y confirmaron su creciente autoridad; pero, desde ese momento, un inmenso peligro surgió para el clero: el de su integración pura y simple en la sociedad feudal.
La Iglesia, para realizar su misión, tenía necesidad de un mínimo de riquezas.
Ciertamente, las donaciones y las limosnas se multiplicaban; numerosos eran los señores que, a la hora de la muerte, intentaban redimir las fechorías de una vida guerrera y apasionada, ofrendando a los monasterios vastas extensiones de su propiedad.
Sin embargo, la Iglesia no podía vivir de estos recursos solamente.
El comercio y la moneda estaban poco desarrollados en la época feudal, la tierra era aún la única fuente de riquezas, la sola garantía de seguridad, el único medio de cambio.
En estas condiciones, el clero no dudó en adquirir múltiples propiedades.
Para estar más cerca de sus fieles, el clero secular se instaló entre ellos.
Las comunidades religiosas se alejaron de los hombres, y, a menudo, ocuparon tierras abandonadas, dedicándose con entusiasmo a roturarlas, en una época en la que roturar se había convertido en una imperiosa necesidad de supervivencia para una población en pleno crecimiento.
Desde el siglo IX, todas las propiedades de los obispados y de las abadías fueron sustraídas a la ingerencia de los príncipes y de los condes.
El dignatario eclesiástico se convirtió, para los hombres libres establecidos en su tierra, en el único representante del rey. En general, la propiedad se benefició de la inmunidad de las cargas fiscales.
Los señores del castillo no tuvieron ya ningún derecho sobre las tierras y los hombres de la Iglesia.
De esta forma, las propiedades eclesiásticas se convirtieron en verdaderos enclaves independientes.
Pero, en la práctica, esta independencia fue puesta en tela de juicio, debido a las nuevas funciones del clero.
Según las estructuras feudales, el prelado propietario de fincas rústicas llegó a ser, en sus relaciones con la población que vivía en sus tierras y las trabajaba, un verdadero señor, animado frecuentemente por la sola preocupación de la ganancia y del beneficio.
Estas tentaciones fueron tanto mayores cuanto que se dieron en gente cuya selección y reclutamiento no obedecieron siempre a piadosas referencias.
Y éste es el segundo aspecto de tal integración de la Iglesia en la economía feudal.
A menudo, los señores laicos, fundadores de iglesias o donadores de bienes, se otorgaron una gran cantidad de privilegios sobre sus obras.
Valiéndose del «patronato», pronto llegaron a designar ellos mismos, entre su propia clientela, a los titulares de los cargos eclesiásticos de la diócesis.
EL MONACATO: LAS TAREAS DE LOS MONJES
Para escapar a las tentaciones inherentes a la vida social, numerosos cristianos abandonaron el siglo, dejaron aquella sociedad en pleno derrumbamiento, para ir a refugiarse en solitarios lugares de retiro, propicios a la meditación y a la plegaria.
El monacato no fue un fenómeno particular de la Europa Occidental; fue, sobre todo, su desarrollo el que ofreció condiciones específicas.
Llegadas de Egipto en el siglo V, las primeras comunidades se instalaron, hacia el año 418, en el sur de Francia.
Desde entonces, después de la fundación de los monasterios de Lérins y de San Víctor de Marsella, apareció toda una serie de comunidades que practicaban el ascetismo más riguroso, unido a una nueva concepción de la penitencia y de la salvación.
Así en el año 615, se fundaron los monasterio de Luxeuil, de Saint Gall, de Bobbio.
Entre tanto, en el año 525, un italiano , Benito de Nursia, decidió promovervun estilo de vida menos riguroso en sus monasterios, para transformarlos en refugios más accesibles a los cristianos.
Fue entonces cuando se desarrolló un verdadero y vasto movimiento monacal, que aplicó por todas partes la regla de San Benito.
Los centros benedictinos, al seguir esa regla, se convirtieron en remansos de paz, pero también en auténticos instrumentos de evangelización.
Fueron monjes benedictinos, dirigidos por Agustín, losque marcharon a convertir a los anglosajones.
En Canterbury se instaló el primer monasterio benedictino situado fuera de Italia.
En esos monasterios, la vida era bastante ruda y, esencialmente, estaba consagrada a la oración colectiva; los monjes organizados en verdaderas milicias, se habían comprometido solemnemente por escrito a llevar una vida parecida a la del soldado-campesino, bajo la férula absoluta del abad, jefe de la comunidad.
Además de dedicarse a la oración, los monjes se ocupaban en trabajos manuales, destinados a asegurarles la existencia. No queriendo depender en absoluto de la sociedad, por miedo a contaminarse, San Benito había impuesto el laboreo de los campos.
Esta vida, tranquila y austera, atrajo a un gran número de señores y de campesinos, deseosos de asegurar la salvación de su alma. (seguir leyendo sobre Los Monasterios de San Benito de Nursia)
Fuente Consultada:
HISTORAMA Tomo III La Sociedad Feudal La Gran Aventura del Hombre Edit. CODEX
Más Allá de los Pilares de la Tierra Ken Follett Edit. Hermética Robinbook
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